Escribí este texto para celebrar La Noche de las estrellas, un evento que se realizó en Puebla, en México y en todo el planeta:
La Noche de las estrellas está consagrada a que miremos el cielo. Lo hacemos de manera literal con nuestros telescopios y también de manera literaria, al observar a los planetas como símbolos.
En el siglo II de nuestra era vivió Ptolomeo, gran astrónomo que recopiló sus conocimientos en un libro famoso: Tetrabiblos. Era la época de la biblioteca de Alejandría, poco después destruida por un famoso incendio.
Ptolomeo escribió este poema: “Yo que paso y muero, ¡las contemplo, estrellas! / La tierra no oprime más al niño que ha sostenido / De pie, cerca de los dioses, en la noche de cien velos / Me uno, ínfimo, a esta inmensidad / Gozando, al verlas, mi parte de eternidad”.
Al escribirlo, pensó en sus ancestros, nuestros ancestros.
Imaginemos el asombro de uno de los primeros hombres al observar la bóveda celeste, ese universo de luces que se mueven conforme a patrones, ejecutando, como dijo un filósofo griego, la música de las esferas.
Nuestros ancestros observaron a la Luna -lámpara del cielo, la llamó el poeta ruso Alexander Pushkin, muchos siglos después-, su sonrisa que se convierte en un faro y luego se va haciendo pequeña hasta ser un círculo de oscuridad y recomenzar, cada 28 días y medio.
Observaron el Sol, no sólo su aparente recorrido diario por el firmamento sino su vuelta a la misma posición cada año, lo que determina las estaciones en los distintos hemisferios.
Durante muchos siglos, el Sol y la Luna, así como los planetas hasta entonces visibles -Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno- determinaron las distintas cosmogonías en muy diversas partes del planeta.
Para historiadores y antropólogos, monumentos y centros ceremoniales como Stonehenge, Chichén-Itzá, las pirámides de Egipto, Monte Albán y tantos otros eran observatorios astronómicos, que reunían en el solsticio y en el equinoccio a estudiosos del cielo.
Hoy, gracias a Newton y a la óptica y a un larguísimo etcétera, nuestros telescopios vuelan el espacio. Primero fue el Hubble y ahora el telescopio Webb, que nos dan unas fotos maravillosas que son verdaderos poemas, no sólo de nuestro sistema solar, sino de galaxias lejanas que vivieron hace milenios y cuya luz es una presencia del pasado en nuestro presente.
No hemos perdido sin embargo el asombro antiguo con el que, desde el primer homínido hasta hoy, observamos el cielo.
Los griegos superpusieron su panteón de Dioses a los planetas, asignándoles una simbología que aún persiste. El planeta más grande, el que protege a todos simbólicamente, es Júpiter. Y es así porque la enorme masa del planeta efectivamente atrae a su órbita a miles de objetos que, si Júpiter no existiera, se estrellarían probablemente contra la Tierra causando cataclismos como la caída del meteorito en Yucatán, que presumiblemente acabó con la vida de los dinosaurios.
El último planeta visible sin telescopios era Saturno, el de los anillos. Hoy sabemos que otros planetas del sistema solar tienen anillos. El anillo representa el límite, la estructura final. ¿Y qué es el anillo de matrimonio sino un límite, una estructura? De Saturno viene esta simbología, en la cual el anillo no sólo es estructura sino poder, como lo entendió perfecto el sabio especialista en literatura de la Edad Media J.R. Tolkien con su saga El señor de los anillos.
A cada planeta los griegos le asignaron un significado simbólico, empezando por el señor -El Sol- (domine, en latín). De allí vienen los días de la semana, Domingo, el Sol; lunes, la Luna; martes, Marte; miércoles, Mercurio; jueves, Júpiter; viernes, Venus y sábado, Saturno. Diversas tradiciones no hacen nada los sábados o los domingos, y decimos, incluso coloquialmente, que el viernes “toca”; es el día de Venus.
Como decía, vemos el cielo, mujeres y hombres del siglo XXI, con el mismo asombro que el primer homo sapiens en las colinas del Serengueti.
Hoy, rompemos la barrera del tiempo y somos al mismo tiempo ese homínido y los hombres de un -para él o ella- lejanísimo futuro.
No sabemos lo que significa el cielo nocturno, aunque intentamos descifrarlo a través del conocimiento científico y de universos simbólicos.
No sabemos, pero lo que sí sabemos es que formamos parte, como nos enseñó Ptolomeo, de un orden. Somos una gota de agua y somos al mismo tiempo el Océano. Somos parte de un planeta, de un Sol, de una galaxia y somos, también, el Universo entero.
Nadie lo expresó mejor que Octavio Paz, en su poema Hermandad.
Soy hombre
Duro poco
Y es enorme la noche
Pero miro hacia arriba
Las estrellas escriben
Sin entender, comprendo
También soy escritura
Y en este mismo instante
Alguien
me deletrea.
Nosotros también somos polvo de estrellas.