Annie Ernáux, la más reciente Premio Nobel de Literatura, escribió Una mujer, libro donde habla de su madre y de la relación con su madre, tratando de entenderla y de entenderse, de explicarla y explicarse.
Intentaré hacer lo mismo con mi madre, Martha María García Martínez.
Nació en Guadalajara. Quiso ser “doctora de niños”, pero la enfermedad cardiaca de mi abuelo -que fue corrector de estilo en un periódico- obligó a mi mamá a ganar dinero rápido, al ser la hija mayor. Estudió en una academia comercial para contador público y luego para contador privado.
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Alta, pelirroja, de ojos verdes. Cuerpazo. Era muy hermosa. No se sentía así. MI tía la monja era más bella y los ojos de mi tía Chuy eran espectaculares. Dice que cuando llegaban invitados a la casa alababan a las hermanas y luego decían: “Cuánto ha crecido Marthita”.
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Fue contadora general de la Ford de Guadalajara, en los años 50, cuando no abundaban mujeres profesionistas. Los hombres no se le acercaban. Ganaba más, tenía coche del año, era más alta y muy bonita.
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Uno de los días más dramáticos de su vida fue cuando llevó a mi abuelo a la playa. Don Jesús comió y bebió a gusto y horas después falleció. No había -o estaba fuera de presupuesto- una camioneta de pompas fúnebres para trasladar el féretro hasta Guadalajara. Contrató un chofer, pusieron a mi abuelo en el asiento de atrás con una cobija y lo rociaron con alcohol para que pareciera que estaba tomado. Así lo trasladaron. Me puedo imaginar esas horas interminables.
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Era Escorpión -intensa, apasionada, profunda-, con la Luna en Capricornio -ambiciosa, estructurada, responsable- y ascendente Géminis -inteligente, con un aire juvenil que conservó siempre.
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El secreto mejor guardado, el secreto que guardó conmigo, es que fue novia de mi tío Pepe. Cuando anduvo con él, mi papá estaba felizmente casado y era padre de mis medios hermanos. MI mamá no se casó con mi tío porque era paciente cardiaco, en una época en la que la farmacopea no estaba avanzada. De hecho, mi tío murió años antes de que yo naciera. Para entonces mi papá ya se había divorciado y terminó saliendo con mi mamá. Me llamo José, como el tío Pepe. Esta historia me la corroboró mi media hermana y la media hermana de mi mamá. MI mamá jamás me dijo una palabra -yo no osé preguntarle-.
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Se casó con mi padre, Raúl Lugo Aguirre. Él no quería tener más hijos -ya tenía cuatro-. La mamá de él, mi abuela materna, lo convenció con estas palabras: “Tú no sabes si vas a estar toda la vida junto con Martha. Es una buena mujer. Dale un hijo para que tenga quien la cuide cuando sea vieja. No hay nada más triste que una anciana sola”. Esas palabras -Dios te bendiga, abuela- determinaron mi nacimiento. Y la vejez de mi mamá, ya que la cuidé hasta su muerte.
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Mi madre me adoró. No lo digo desde mi Edipo, sino lo contrario. Es terrible tener una madre fría; no es fácil tener una super-mamá. Tuvo la generosidad de poner distancia entre los dos para que pudiera crecer solo, sin su protección. Y, sin embargo, la conciencia de ser hijo único me mantuvo cerca. Quizá no fui a estudiar al extranjero por eso; sentía que no podía irme demasiado lejos. Hubo novias que no le gustaron -mi esposa tampoco-, pero fue respetuosa y no se metió. No conspiraba, aunque sí suspiraba.
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Cuando se casó con mi papá él era rico y había dejado de trabajar. Cuando se acabó el dinero, no pudo reinsertarse en el mercado laboral y mi mamá tuvo que regresar a trabajar para sostenerme y sostenerlo. Acumuló 46 años de cotizaciones en el IMSS y, como buena contadora, guardó los papeles, lo que le aseguró una pensión que, al final de su vida, le daba más de lo que podía gastar.
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Una vez me pidió que le quitara el hipo a como diera lugar. Simulé una llamada telefónica. Después le dije que habían llamado del banco, que si no pagaba 50 mil pesos antes de la comida, me quitarían el departamento. Dijo: “¿qué hacemos?”. Me conmueve recordarlo. Cualquier otra persona en el universo hubiera dicho: “¿qué vas a hacer?”. Nuestra madre no. Ella no.
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Cuando yo era un bebé y apenas balbuceaba algunas palabras, me puse a jugar con el talco Johnson. MI mamá escuchó demasiado silencio. Yo había descubierto la nieve sobre la alfombra verde. Se lanzó sobre mí para darme un bofetón. Yo tomé el talco y empecé a balbucear las palabras que siempre me aplaudían: “Fante”, “Afa”, “Uga”, “Ión”. Surtieron efecto y el bofetón se quedó en el aire. Después de su muerte, me encontré una caja de plástico verde. Allí estaban mis chambritas y, al fondo, el bote de talco Johnson. Lo guardó más de 50 años y lo dejó en esa caja, sabiendo que lo encontraría-.
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Llegó a los 92 años lúcida. Ya casi no tenía tono muscular y le costaba trabajo levantarse. Decidió que era el momento de irse. Después de su comida de cumpleaños, dejó de comer. Sólo una cucharada de sopa, una mordida al pollo. Cuando me di cuenta, comencé a darle Ensures. Los probaba y los dejaba. Tuve que acompañarla en su decisión. Duró seis meses. Hace ocho años, un 9 de abril, se fue. Llevé sus cenizas junto con mi hijo Diego a un nicho en Guadalajara, donde están también mis abuelos y su hermano Everardo, que tanto quiso. Ese fue su último deseo. Se lo cumplí.
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Hoy, lunes 24 de octubre de 2022, cumpliría 100 años. Doña Marthita, mamá: te regalo 10 palabras por cada año, desde tu nacimiento en 1922. Celebro tu centenario, celebro tu vida, te doy gracias por ser mi madre, por haber estado, por seguir estando. ¡Feliz cumpleaños!