Un ángel caído desembocó tempestuosamente en un templo aristocrático sumergido en sus entrañas, contempló la ascensión de humeantes serpientes que construían altares compuestos por una fantasía de sabores, olores, colores, texturas y sonidos. Sobre las paredes del templo se deslizaban las estrellas confitadas que habían descendido a seducir a las serpientes… El decadentismo es el refugio onírico de un ángel oscuro exiliado, cuya imaginación fluye como el veneno exquisitamente endulzado de una serpiente.
En la anterior narración, imaginé cómo brotaría en un cuento extraído de algún embrujado rincón, el movimiento estético y artístico llamado “decadentismo”, que emanó de tierras francesas a finales del siglo XIX.
Esta tendencia decimonónica debe su nombre, a la manera despectiva en que sus detractores se refirieron a aquella considerada perversa y corrupta manera de enfocar el arte… sí, decadente, por la desintegración de los valores tradicionales que representaba una dramática descomposición de la moral., una silueta con olor a azufre, pero con rostro mágicamente empolvado que comenzaría a desafiar los estándares aburguesados.
Lo que imperaba tan plácidamente por aquellos tiempos era el naturalismo, movimiento testarudo y orgulloso en mostrar su arte por medio de representaciones objetivas y realistas, realzando el entorno natural para respetar al máximo la esencia pura y concreta del concepto plasmado.
Es entonces, cuando burbujeante en una caldera, el decadentismo hierve como una febril rebelión contra los implacables naturalistas que se encontraban en pleno apogeo.
El decadentismo se opone fervientemente a los convencionalismos establecidos en una sociedad, donde la burguesía se había afianzado como la clase dominante. La volcada industrialización y el imparable auge de las masas, generaron una atmósfera de tosquedad y vulgaridad, propiciando que algunos espíritus nostálgicos de corazón
aristocrático, crearan un mundo alterno en el cual poder refugiarse y nadar en el agua donde flotaban sus más sensoriales y refinadas ilusiones, sin permitir que la opresión de la moral les colocara restricciones.
El sentimiento decadentista significó una férrea ruptura con la realidad, un escape a inhóspitos laberintos rodeados de fantasía, refinamiento excesivo, insinuaciones licenciosas y símbolos claroscuros que se adherían al espíritu como caricias espectrales procedentes de exóticas regiones, para lo cual, este movimiento abraza al esteticismo, doctrina que desde su exaltación absoluta del arte, prioriza su captación de belleza infinita como único fin y más allá de cualquier norma ética o enseñanza, completando así, su perpetuo ritual.
Para el decadente, un paisaje con árboles, aves cantando y un cielo despejado no es más que una escena sosa, aburrida y carente de emoción… que debería ser adornada, entonces se procede a cubrir los árboles con escarcha de oro, coronar pérfidas aves con piedras preciosas y esparcir en el cielo ninfas desnudas con arpas… ¡Ensoñación realizada! Porque en el rubro teatral, el decadentismo es la obra en la que un cisne, cuyo plumaje ha sido envenenado por las estrellas, realiza sus conjuros sobre un fantasmagórico lago de perlas.