En la pintura se han de construir pasajes cautivadores, vastos misterios y santuarios ornamentados. Bajo este caprichoso precepto, Gustave Moreau, pintor francés simbolista emanado del siglo XIX, ha conseguido trasladarme a escenarios rimbombantes en los que el deleite es un placer perdurable, mundos tan rígidos y profundos en su contemplación, como vertiginosos y suntuosos en su efecto emocional y reflexivo.
Monsieur Moreau se sumerge en el ponzoñoso mito de la danzante Princesa Salomé, en el que se teje una confabulación mortífera, con el objetivo de acabar con la vida de Juan el Bautista.
Herodías, madre de Salomé, estuvo casada con Herodes Filipo I. Más tarde se separaría de Filipo y procedería a contraer matrimonio con Herodes Antipas, medio hermano de su exesposo, situación que indignó a Juan el Bautista, oponiéndose severamente a esta unión, provocando en Herodías un sentimiento sumamente hostil hacia el profeta. Después de un virtuoso baile protagonizado por Salomé frente a su padrastro Herodes Antipas, el nuevo esposo de su madre sucumbiendo al hechizo provocado por la pequeña princesa, le ofreció cumplirle la petición que ella anhelara, a lo que Herodías pérfidamente intervino, persuadiendo a su hija para que ella le solicitara la cabeza de Juan el Bautista en una bandeja, por lo cual, Herodes Antipas ordena la decapitación del caído profeta.
Gustave Moreau aborda estos sucesos con apabullante y mística maestría, otorgándonos una trilogía de obras en la que plasma la danza y su repercusión… como una erótica y mórbida evocación de la exuberancia teñida de sangre santificada.
En Salomé dansant devant Hérode (Salomé bailando ante Herodes), nos sumergimos en un fastuoso escenario palaciego, préambulo del cruel desenlace, con la Princesa Salomé ejecutando su danza con una inquietante parsimonia, ataviada con un largo vestido incrustado de piedras preciosas en su ceremonial armonía de brillo y magnificencia., un noble manto resguarda su cabello, una de sus manos sostiene una flor de loto de pétalos consagrados., sus pies desnudos posan sigilosamente en puntas sobre el suelo cubierto de un rojo espectral. Su madre observa en aparente serenidad, con Herodes Antipas observando desde su trono, estático y mágicamente seducido, mientras uno de sus guardias desenfunda una espada, presagiando la sórdida petición que está por manifestarse. Frente a un rincón perfumado del que emana una etérea pero concentrada nube de volutas resinosas, yace la oscura silueta de una pantera, como el felino acompañante, cuyas garras se conjugan con el filo de aquella espada.
En Salomé au jardin (Salomé en el jardín), nos encontramos a Salomé envuelta en un largo vestido azul ornamentado en medio de un funesto verdor, sosteniendo en una opulenta bandeja la cabeza recién decapitada de Juan el Bautista., sangre purpúrea escurre por la cabellera de la víctima sobre el grisáceo cuerpo abatido del profeta, mientras la mirada de la Princesa se extravía en una lóbrega contemplación.
En L’Apparition (La Aparición), el escenario palaciego se tornó fantasmagórico. Entre una bruma cálida y sudorosa, Salomé se levanta como una escultural, impiadosa y lasciva mujer, mostrando su busto desnudo sostenido por una constelación de joyas. Esculpida entre suntuosos velos, su cabeza porta una sobria corona. La princesa, que se encuentra muy cerca del rugido furibundo de la pantera, posa su mirada sobre la martirizada y flotante cabeza cercenada de Juan el Bautista que se encuentra rodeada por un resplandeciente halo, tan luminoso como fatídico. Del lacerado cuello brota una cascada sanguinolenta en un tortuoso estallido de vida, cerca, el guardia-verdugo levanta su ensangrentada espada como afilado trofeo de decapitación.
Una trilogía abrumadoramente impía y fastuosa cortesía de Monsieur Gustave Moreau, en la que el prolífico autor nos invita a una onírica teatralidad que consagra a la Princesa Salomé como un emblema de fatalidad y belleza oriental.
Puede surgir en mí una sensación claustrófobica cuando contemplo estas obras, pero me resisto a escapar pronto, de hecho, convertirme en un cautivo espectador de la Princesa idumea me brinda la punzante dicha de regocijarme en un mundo de exotismo tan cruel y sensorial… como ardientes y fragantes clavos de olor, sobre una sedosa tela ascendiendo a un cielo rojizo.
Tres manifestaciones de una princesa idumea
