Esta presentación tendría que hacerla, pero se negó prudentemente, Coral Rendón, la mujer que todo escritor quisiera tener.
Coral fue la amorosa esposa de Eusebio Ruvalcaba, cuya ausencia física no se volvió una ausencia total —como ocurre cuando la canalla literaria enciende la maquinaria del olvido—, en parte porque quienes aman su obra, empezando por ella, se reunieron en este homenaje merecido y obligado.
Una vez que surgió la idea de dedicarle un número de La canalla literaria a Eusebio, Coral se metió de lleno en varias tareas: la de convocar, la de editar y la de darle un seguimiento puntual y amoroso a este suplemento que el lector tiene en sus manos.
Treinta y dos retratos de Eusebio Ruvalcaba coronan este homenaje. Aquí aparecen los textos de algunos que tuvieron con él una cercanía más que amistosa. Y eso queda claro en las generosas líneas que le dedicaron.
Aparecen también los inevitables discípulos y los auténticos seguidores de nuestro autor. En cada línea está presente la admiración, lo que dota a este homenaje de humanidad y escritura, pasión central de nuestro querido Eusebio.
A diferencia de sus padres, que fueron músicos, Eusebio eligió las letras como destino y como lenguaje. Su vasta obra es la mejor prueba de ello.
Cito a mi admirado Vicente Quirarte, quien, por cierto, me presentó a Eusebio en los lejanos años setenta, cuando los tres éramos castos e inocentes: “Dos miradas suyas recuerdo para siempre: una fue en la iglesia. Cuando me hizo el honor de que yo apadrinara a su hijo León Ricardo, de repente di la vuelta y allí estaba su presencia, segura y solidaria. En los ojos de Eusebio descubrí que la amistad es, como dice Byron, el amor sin alas. Más duradera que cualquier otra forma de afecto.
“La segunda mirada suya está en una fotografía tomada en nuestra juventud, en la cantina La Faena. Eusebio tiene esa mirada implacable de santo joven que desarmaba voluntades femeninas y era puerto de abrigo para el camarada.
“Fuimos hermanos sin saberlo en cuanto nos conocimos”.
Ambos tuvieron padres brillantes —don Higinio Ruvalcaba y don Martín Quirarte—, y de ellos hablaban constantemente. Sobra decir que Eusebio y Vicente fueron dignos hijos de sus padres.
Cito ahora a mi querida María Clara de Greiff, quien me volvió a reunir con Eusebio muchos años después, en una comida memorable, en su casa de Cholula: “¿Cuántas veces me dijo que no había amistad posible entre un hombre y una mujer? Yo lo desafiaba y le respondía que no se fusilara a Aristóteles y le citaba a Wilde: ‘la amistad es más trágica que el amor porque dura más’. Y entonces me decía ‘hermanita’.
“Y es que mi querido Ruvalcks —así lo llamé siempre— vivía con total desenfado, se arrojaba a la vida sin tapujos, con los brazos extendidos, sin paracaídas; adicto a la velocidad y a la pluma fina, de pronto se mecía en las termales de su escritura y de la música. Insaciable y oscilante siempre entre las densidades del inframundo y las alturas celestiales, me decía ‘no somos más que hojas que arrastra el viento’. (…) Ruvalcaba y su lengua clandestina, imprevisible, al leerlo te sitúa en un estado de pérdida”.
Este suplemento está dedicado, en nombre de todos los que aquí escriben, a nuestra querida Coral. Pocas veces he visto a alguien trabajar con tanto esmero, con tanta pasión, en la creación de un suplemento como este. Y pese a no conocerla personalmente, entiendo, con mucha claridad, cómo es que Eusebio y ella se metieron en el fárrago del amor y la pasión durante décadas.
Gracias, Coral, por tanto.