En los cafés de París, a principios del siglo XX, un grupo de artistas se reunía a jugar con el lenguaje y el inconsciente. André Breton, Paul Éluard, Tristan Tzara y otros nombres que hoy se pronuncian con reverencia surrealista, se entregaban al azar y a la intuición. Inventaron un juego que era también una poética: el cadáver exquisito. Cada uno escribía una frase sin saber lo que el anterior había puesto. Al final, el resultado era un poema delirante, una criatura hecha de retazos, de incongruencias y hallazgos. Una suerte de Frankenstein de la sensibilidad humana.
Lo que comenzó como un experimento lúdico terminó siendo una metáfora de la creación colectiva, de ese impulso de inventar sentido donde parece no haberlo. En el fondo, el cadáver exquisito no sólo era una técnica artística, sino una forma de mirar el mundo: fragmentaria, absurda, profundamente humana.
Y si hay un país que parece haber convertido esa manera de mirar en una forma de vida, ese es México.
Porque aquí, sin proponérnoslo, vivimos en un eterno cadáver exquisito. Cada día se teje un collage de realidades contradictorias: lo trágico y lo festivo, lo popular y lo erudito, el arte callejero y la burocracia, la fe y el escepticismo. En una esquina, un mural de Zapata pintado con aerosol; en la siguiente, una influencer haciendo contenido espiritual con un filtro de mariposas. Somos el poema que se escribe a pedazos, cada uno, desde su propio verso, sin conocer el de los demás.
El surrealismo encontró en México un terreno fértil porque aquí la lógica siempre ha sido flexible. André Breton lo advirtió en su visita de 1938: dijo que nuestro país era “el más surrealista del mundo”. Tenía razón. No necesitábamos aprender el surrealismo, ya lo traíamos de fábrica. Lo practicamos sin manifiestos ni cafés bohemios. Lo ejercemos cuando ponemos flores sobre una calavera, cuando bailamos frente al dolor, cuando la tragedia se convierte en meme o cuando una marcha feminista se cruza con una procesión religiosa.
El arte, en México, no está confinado a los museos. Habita los muros, los altares domésticos, las redes sociales y los tianguis. Cada mercado es una galería espontánea, cada protesta un performance político. La vida cotidiana es una instalación donde lo bello y lo terrible conviven. Y en ese sentido, nuestra sociedad entera es una obra surrealista en constante construcción: un gran cadáver exquisito colectivo.
Los surrealistas buscaban liberar el pensamiento del control racional, dejar hablar al inconsciente. Nosotros lo hacemos sin darnos cuenta, entre el caos urbano y la ironía popular. En el fondo, quizá el cadáver exquisito sea la única forma honesta de representar un país donde las narrativas no se alinean, donde lo mágico y lo cotidiano se entrelazan sin pedir permiso.
Pero no todo es juego o desorden: hay una sensibilidad profunda detrás de esa aparente improvisación. El surrealismo nos enseñó que la belleza puede emerger del accidente, de lo imprevisto. Y eso, en tiempos donde todo parece predecible o producido para el algoritmo, es casi un acto de resistencia. Crear sin control, sin plan, dejar que el azar y la emoción participen. Así funciona también la vida mexicana: imprevisible, excesiva, pero viva.
Quizá por eso el cadáver exquisito sigue siendo una práctica tan vigente. Hoy lo recreamos sin llamarlo así: cuando alguien lanza una idea en Twitter y otros la transforman en cadena de humor o protesta; cuando una canción urbana toma un verso de un poema antiguo; cuando una generación entera remezcla símbolos tradicionales con estética digital. El arte colaborativo, el collage visual, los hilos colectivos… todo eso son hijos del mismo impulso surrealista: escribir juntos un verso imposible.
El cadáver exquisito nos recuerda que la belleza no siempre está en la coherencia, sino en el encuentro inesperado. Que a veces lo más revelador surge del caos compartido. México lo sabe desde siempre: nuestra identidad es una mezcla de lenguas, creencias, historias rotas y esperanzas tercas. No hay línea recta posible.
En el fondo, seguimos jugando el mismo juego que Breton y sus amigos, sólo que nuestro papel es el territorio entero. Cada ciudadano aporta su frase al poema nacional. A veces es luminosa, a veces cruel, pero siempre irrepetible.
Así que sí: vivimos dentro del cadáver exquisito más grande del mundo. Y quizá, en esa mezcla de sueños y ruinas, de arte y protesta, esté nuestra manera más sincera de seguir creando sentido.
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