Las llaves de la casa, el reloj, el control de la tele, las monedas dentro del bolsillo del pantalón, el cable del teléfono (el celular jamás).
La argolla de matrimonio, la factura del carro, los lentes de sol, un arete, recibos de papel, algún pagaré, el tiempo…
Perdemos todo lo anterior en cualquier momento.
Y lo lamentamos un rato, hasta que el reemplazo cubre la falta. A veces los duplicados son más efectivos, se cuidan más.
Se le suele dar más valor a lo recuperado que a lo que se extravió.
Perdemos la cabeza por un buen amante; la vida por alguna droga.
Hasta la dignidad… porque la mente comienza a responder como si fuera un genital, y se confunde la estupidez con el amor.
En las próximas horas perderé un vuelo a Roma.
Si alguien me hubiera dicho que, en un momento de mi vida iba a dejar de subirme (voluntariamente) a un avión que me sacara de este país agónico, me hubiera reído. Simplemente nadie en sus cabales desdeña una aventura así, a la cuna de la civilización. Un viaje que no se estaba dando por ninguna clase de calamidad, por exilio forzado o por una urgencia.
Hace exactamente mes y medio recibí una invitación extraordinaria, absolutamente descabellada para alguien como yo que, en todos los espacios en donde escribo e interactúo con la gente, he dejado en claro que no creo que exista un Dios, mucho menos uno como el que la religión de Pedro nos enseñó a adorar y a temer.
El correo provenía del Dicasterio para la Cultura y la Educación del Vaticano.
Un sacerdote mexicano, amabilísimo y cordial, me corroboraba que, por causas que aún sigo desconociendo, había sido invitada a la exposición Colección de arte contemporáneo de los museos vaticanos. El encuentro entre artistas (supongo que de todo el mundo) se llevará a cabo este 23 de junio, y yo tenía un lugar también en la audiencia posterior con el Papa Francisco en la Capilla Sixtina. Mi primera impresión fue pensar que se trataba de una broma pergeñada por algún malicioso, o tal vez pudiera ser una de esas estafas tan comunes en internet en donde, por ejemplo, un miembro de la nobleza africana te busca a ti, hijo de vecina mexicano, para decirte que increíblemente formas parte de su estirpe y que necesita salir de su país, y que al ser tú quien lo ayudes, recibirás parte de su fortuna.
Eso pensé cuando abrí el correo, sin embargo, conforme pasaron los días y la comunicación con el presbítero se reforzaba con detalles y protocolos, hasta entonces me lo creí y se lo comuniqué a mis allegados, como se comunica cualquier tema que pueda parecernos trascendental.
Estar en una audiencia cerrada con uno de los máximos líderes del mundo (comulguemos o no con el dogma), significa algo importante: un honor, si se coloca en términos jerárquicos; y como escritora, pero sobre todo como crítica y escéptica de la religión cristiana, sonaba de lo más interesante.
Sin pensármelo mucho, acepté.
Cuento con los medios para poder trasladarme sin esperar a que me costeen los gastos, así que, claro, devolví el mensaje confirmando mi asistencia.
Esto sucedió, repito, hace poco más de un mes.
A partir de ese día, seguí atenta a los comunicados.
Mi padre se volvió loco de orgullo a pesar de que él es uno de los grandes catalizadores de mi descontento con la doctrina judeocristiana. Y podrá ser un renegado, ¡pero es un papá! uno que ha tratado siempre de inculcarme las verdaderas riquezas: saber comer, oír buena música, llorar frente a Goya y bailar en la oscuridad. Así que mi padre ya tenía un motivo más para inflamarse como un pavorreal y presumirle a su familia que, pese a que somos los únicos detractores de la fe en ese entorno, yo, la oveja más negra, la bruja del cuento, estaría en la Sixtina, no sólo para mirar la creación del mundo pintada por Miguel Ángel, sino, dócil y quizás hasta genuflexa, frente a su santidad.
El amor de padre, ciega; es la única fuerza que mueve montañas y obra el milagro de la conversión. Aunque sé que no es el caso: don Toño ciertamente temía que todo fuera una treta y que su hija pudiera estar en peligro. Pero el glamur del evento bien valía la pena. La selfie con el Papa, la foto grupal junto a los querubines de Rafael. En este caso sí quedaba a la perfección ese dicho manoseado hasta el hartazgo que dice “París bien vale una misa”, sólo que la misa no iba a ser con el D’Orsay de fondo, sino en la misma cuna de la civilización (vieja y nueva), tocando las puertas de San Pedro, literal.
Comencé pues a planear el viaje.
Invité a mi Carlos querido para que me acompañara.
Si hay alguien que se sorprendió y se alegró con esta distinción, es él; un hombre 100 por ciento creyente, que aprecia el arte sacro, que se encomienda a Dios cada día, que habla con sus difuntos, que agradece y da como deben de dar los verdaderos píos; sin regateos y desde el alma.
Carlos ha aprendido a amar a una trásfuga de la fe, que soy yo; me ha cuestionado desde la compasión y la preocupación, cómo es que puedo vivir sin un Dios… y yo le respondo que, en efecto, es el camino más yerto, más complicado, sobre todo en momentos de crisis en donde los fieles tienen la ventaja del consuelo y la promesa de la intervención divina.
Ser atea es más que negar un dogma. Ser atea es aceptar y abrazar la nada. Conversar con el vacío sin esperar respuestas mágicas; las respuestas están, para mí, en otros lados, en lo más mundano y elemental, en las leyes del instinto, y generalmente son ramalazos duros. Sin embargo, el ateo vive sin el temor al castigo, por lo tanto, es un poco más libre.
Todo listo para emprender el viaje.
También hice un itinerario posterior al evento: Nápoles, Capri y Anacapri. Lugares que de alguna manera me llaman por la ascendencia italiana.
Los días pasaron. Quienes me conocen saben que soy puntual en las redes sociales: exhibo ahí mis enojos, mis trabajos, externo opiniones, promuevo mis clases, reseño libros, me subo al debate de coyuntura, posteo fotos de mi perrita y de los manjares que como y por los que trabajo duro.
Esa es mi actividad en el medio cibernético, ¡curioso!, ya que las cosas que verdaderamente deberían valer la pena presumir, me las quedo dentro; si salen por otro lado, bien. Agradezco la mención y sigo adelante.
Así ha pasado cada vez que he tenido la fortuna de ser publicada por una buena editorial o cuando alguien me reseña el libro, etcétera. Y no es por una falsa modestia, no. También quienes me conocen saben que mi vanidad mide un poco más que yo cuando me pongo en tacones.
El caso es que no me apeteció postear o anunciarle al respetable que me estaban corriendo la cortesía de estar en el Vaticano para el acontecimiento citado, lo que activó en mí la maquinaria de la reflexión.
Pensé que, de llegar ahí, era menester cuestionar –como lo he hecho desde hace años– esa institución rancia que, a mis ojos, ha sido la gran culpable de la miseria humana.
Pensé y releí a Bertrand Russell, en particular su ensayo-conferencia ¿Por qué no soy cristiano? Entonces, una yuxtaposición de ideas e imágenes se me agolpaban, y una primaba en ese escenario: la hipócrita y frívola señora Macchia vestida de negro en la ceremonia, viendo a los personajes eclesiásticos caminar constelados de joyas mientras en mi cabeza saltan los versos de César Vallejo, cantados por Milton Nascimento y Chico Buarque, subiendo de tono, diciendo: ¡Padre, aparta de mí ese cáliz, de vino tinto de sangre!
¿Cómo beber esa bebida amarga?
Tragar dolor, engullir servidumbre.
Tanta mentira, tanta fuerza bruta.
¡Padre, aparta de mí ese cáliz!
El ego es un tren rápido que rebasa por la derecha, así que, echando un lado mi eterno discurso anticristiano, seguí viendo vuelos y, sobre todo, hoteles para el verdadero festín: Capri.
¿Qué me motivaba para estar ahí?
Sentido de pertenencia. Contagio de la enfermedad original.
Precisamente lo que niega, pero legitima el dogma: la codicia; una razón poco noble para ningunear a los otros, para defecar en sus cabezas y gritarles a aquellos que matarían por estar ahí: “los políticos, los fieles, los recién casados burgueses y los millonarios, pagan por un saludo del Santo Padre, mientras que, a mí, doña nadie y hereje en persona, me invitaron gracias a una profesión maravillosa pero que no me da de comer”.
Desde el día que me distinguieron con la invitación (la cual por supuesto que atesoro), me lo pasé durmiendo y evadiendo el momento de mandar el pasaporte para comprar el vuelo.
Simplemente sentí que estar ahí presente, muy bien vestida y peinada, pero sin poder abrir la boca para cuestionar dos mil años de injusticias, abuso, terror y ficciones (porque es de mal gusto escupir donde comes) me conflictuó.
Sí, sí; iba a regresar a Puebla (ciudad ultracatólica) con la evidencia y rosarios benditos para todos, ¡pero a qué costo!
El costo de saber que pasaba, no a engrosar, sino a encabezar las filas de aquellos que se persignan con la derecha mientras pecan 24/7 con el resto del cuerpo.
El jueves era el día de escoger el vuelo, pero decidí abortar la misión por un acto de congruencia.
La paz regresó a mi cuerpo.
Se lo comuniqué a Carlos, bebí buen vino y me cené 250 gramos de filete magro. Al enterarse, mi padre comenzó a sacar ene cantidad de teorías conspirativas. Decirle que no a Roma es decirle que no a la vida… básicamente es lo que piensa, y está bien, yo también lo creo.
Sin embargo, antes de que este evento trastocara mi rutina durante mes y medio, tenía un plan original: cruzar el Atlántico en julio para ver a Chico Buarque en Lisboa. O bien a Caetano Veloso, el 6 de septiembre, en Madrid.
Esto para mí significará lo mismo que –para muchos– es tener frente al Papa: oír la voz de Dios.
Sólo que en este casi serían dos divinidades (mulatas y mundanas) que cantan en portugués.
…La maleta, el disco, un zapato, el encendedor, el saco.
El perfume, el sombrero, el libro.
Son cosas que se pierden cotidianamente, y se pueden recuperar.
La congruencia, una vez perdida, difícilmente se rescatará.