Uno de mis poemas favoritos se titula Un arte, escrito por Elizabeth Bishop.
Los poemas no se cuentan, se leen. Pero básicamente versa sobre la pérdida, no a la manera dramático-didáctica como se trata ahora en distintos cursos que dan nuestros sesudos líderes espirituales de internet, sino de la única forma en la que se puede asumir: con resignación.
Pienso que la pérdida más devastadora que tiene un hombre, fuera de la muerte de un hijo, es la del poder en sus distintos estadios. Perder el poder no es necesariamente apegarse y luego renunciar a un puesto público de relevancia o en política; la cosa es tan sencilla como ya no ejercer ninguna clase de influencia sobre las personas por las que uno se sentía respetado, llámese colaboradores, amigos, empleados o pareja. Históricamente el macho era o debería ser aquel que liderara a la manada, el personaje que regía las normas y marcaba los límites. Así pues, el hombre desposeído de su poder (poco o mucho) entra en una crisis difícilmente superable, es entonces cuando comienza su verdadera jubilación anímica.
En el caso de la mujer es distinto: la pérdida más aparatosa que puede vivir es la de la belleza, dejar atrás la deliciosa juventud.
Una vez, hace muchos años, mi suegra (que en sus tiempos mozos paraba el tráfico) me dijo: “un día, así sin más, sin aviso, casi de la nada… despiertas y te ves al espejo; y es como magia, porque lo que tenías apenas la noche anterior, ha desaparecido; simplemente ya no está, no te reconoces, aunque los demás insistan en que te ves maravillosa, igual que siempre, no es verdad. Y es sorpresivo, demoledor, y puede acabar contigo si no traes nada más que contenga esa catástrofe”.
Y hace poco tuve el tráiler de esa película: desperté, la piel ya no era la misma, aparecieron hendiduras entre mi boca y las mejillas, los párpados ya no son los arcos de medio punto que eran. Justo a los cuarenta, la segunda edad de la punzada, pero también el fenómeno se presenta como la verdadera oportunidad de medir lo otro, el calibre de tu encanto no-físico. Aprender a asentarse como el mosto o los granos de café al fondo de una taza.
Hay recursos para sobrevivir a esa pérdida, a la decadencia que se aproxima, y esas muletillas cada quién las encuentra en un sitio diferente. En mi caso, trato de llevar una vida alterna, ilusoria, como la del sueño, que para mí es la única estación del no-ser en donde todo lo inverosímil cabe. No sé si salga impune en algunos años, cuando el tráiler deje de ser un corto de la película entera y quiera gritar ¡corte! Antes de llegar al nudo.
Veo las fotos de Madona, antes ícono de la sensualidad y el desparpajo, hoy una caricatura triste de sí misma: confundida y grotesca. Eso pienso al verla en sus más recientes apariciones.
Criticar así te hace merecedora de varios calificativos: poco sorora, envidiosa, rancia, puta del patriarcado…
Pero lo que es, es, y la evidencia está expuesta.
Y pienso entonces en la Bishop y su poema, porque es cierto, perder es un arte.
Ella dice que un arte “que se domina fácilmente”, yo creo que es un arte mayor, pues perder con dignidad significa renunciar también a lo recuperado, que es en este caso no es más que un espejismo, la mitad de nada, el murmullo de lo que fue un enorme ruido.
Dejo mi parte favorita del poema:
“Pierde algo cada día, acepta la angustia de las llaves perdidas, de las horas derrochadas en vano (…).
Después entrénate en perder más lejos, en perder más rápido: lugares y nombres, los sitios a donde pensabas viajar. Ninguna de esas pérdidas ocasionará el desastre”.