Todos tenemos un archivo gráfico secreto que, si saliera a la luz, representaría nuestra muerte civil.
Ese archivo por lo general está guardado en la caja más recóndita del armario y ocupa un lugar impenetrable dentro del hipocampo cerebral. Pero cada vez que se hace limpieza a ese armario o que el ocio nos lleva a recordar, aparecen en cascada instantáneas francamente penosas que parecen haber sido tomadas por nuestros peores enemigos.
Hace unos días compré una engargoladora para no tener que salir de casa a encuadernar mis proyectos. No sé si les pasa, pero casi siempre que uno va a Office Depot u otro almacén papelero, te tocan los dependientes más lentos y descorteces. Ese tipo de personajillo gris que odia su chamba y por lo tanto hace hasta lo imposible por sacar lo peor de ti mientras esperas turno.
Pues bien, como no estoy dispuesta a seguir tratando con esa gente, ahorré mis centavos y al fin tengo engargoladora en casa.
A la hora de desempacarla y buscarle un sitio adecuado en mi estudio, abrí un cajón que llevaba muchos años atorado y… ¡oh, sorpresa! De sus entrañas apolilladas brotaron, entre otras inmundicias, los que yo llamo mis X Files. Fotografías donde aparezco a los siete años chimuela e invadida por los jiotes. Otras imágenes captadas maliciosamente por mi hermano en nuestra adolescencia: cuando me pintaba los ojos como el afamado travesti Divine.
Otras más del día de mi boda… cuando en vez de parecer la novia, me confundía con una quinceañera a punto de recibir a su cortejo de chambelanes.
Estoy hablando que para ese entonces la fotografía digital estaba en ciernes. Sólo quien tenía mucho dinero podía comprar una Nikon con pantalla y memoria de 180 MB.
Los teléfonos más modernos eran los Nokia que dejaban de ser ladrillos e incluían el divertido juego de la viborita. No se concebía la idea de que un teléfono trajera cámara. A lo mucho podías sintonizar la radio.
Lo peor vino después, cuando terminé de vaciar el cajón y en una de sus esquinas se quedó atorado un sobre manila tamaño esquela. Lo saqué y de inmediato mi hipocampo mental me advirtió que las imágenes que iba a presenciar a continuación serían un duro revés a mi ego.
Hace algunos años, cuando ya existían los iPhones y toda una gama de cámaras digitales, sin embargo, la prima de una amiga me ofreció hacerme un estudio.
La sesión transitó entre risas y tequilas. Llevé lo que consideraba mis mejores garras; las más cachondas, las más provocativas. Posé cómo toda una profesional… del burlesque.
Actualmente peso 52 kilos. El día que me hicieron el estudio pesaba 62, es decir, diez kilos más de grasa depositada específicamente en mis cachetes, brazos y nalgas.
Curiosamente cuando una está gordibuena se siente más sabrosa. No sé, como que el exceso calórico y las acumulaciones adiposas nos hacen mucho más libres, más descaradas.
Yo me sentía la Lilia Prado del siglo XXI. O quizás la modelo del legendario Nacho López.
La cosa no para ahí. Uno de los cambios de ropa que llevaba consistía en una falda con fajilla, blusa de tirantes y tacón de aguja. La pose que captó la prima de una amiga hoy me resulta hasta tierna. Yo, con mi corpachón cabaretero, los brazos en alto y las piernas cruzadas. La boca ligeramente fruncida y mirada de “cógeme ahorita”.
Lo bueno de los X Files es que son un recordatorio permanente que te invita a cerrar el pico y a visitar más revistas de moda.
Aunque ya que abrí la boca de más, puedo confesar que las fotos surtieron el efecto deseado. El galán imperfecto sucumbió ante mis adiposidades con salvaje y enérgica pasión. Lo que me hace confirmar que al hombre promedio le gusta lo carnoso, lo desbordante. Hasta lo vulgar.
Algo es seguro: los X Files nunca saldrían voluntariamente a la luz en nuestras redes sociales. ¡Cómo! Si uno debe lucir cada vez mejor, cada vez más guapo y perfecto.
Aunque haciendo un recuento de acontecimientos caigas en cuenta que en ese pasado condenable fuiste más feliz de lo que eres actualmente.
