Durante la pandemia había tomado cierta conciencia de algo que después confirmaría leyendo a Freud: que el éxito (tal cual se nos vende) no es más que uno de los efectos secundarios de la neurosis.
Sólo quien trabaja como animal cree coronarse con los laureles de la gloria, sin embargo, el costo-beneficio de toda actividad desbordada es muy cuestionable. Si bien es cierto que las penas con caviar son menos (que con pan), algo se pierde irremdiablemente cuando el deseo desaparece a causa del poder: el poder colmar la vida consumiendo lo que nuestra insaciabilidad dicte cada mañana.
Pasando revista por miles de personajes que son considerados como exitosos por el poder o el dinero que acumulan, queda claro que Freud dio en el clavo. No hay magnate o rockstar o vaca sagrada que no sea un neuroticazo.
No he conocido a un solo hombre rico o a alguna mujer “empoderada” que no tenga comprometidos sus nervios en aras de aquello que los coloca en el supuesto Parnaso de la jauja económica, artística o política. Pero ojo: la insatisfracción profesional no es un asunto exclusivo de los grupos acomodados; en todos los estratos sociales, la concepción del éxito es algo que se persigue con tanto ahínco y sed, que se acaba sacrificando la paz mental y la salud física.
Y hoy más que nunca vivimos en una competencia feroz por alcanzar metas sustentadas en puros estereotipos delirantes sobre lo que significa la realización.
Recibimos a cada instante impactos visuales auditivos que nos empujan a perseverar en supuestos caminos hacia la felicidad, cuando por el contrario, la meritocracia nos mete en una espiral sin fin de injusticias y contradicciones. Una carretera confusa cuyas paradas obligatorias son la ansiedad, el sentimiento de vacío y la depresión.
¿Vale entonces la pena dejar la piel en aras de figurar como personas de éxito?
Éxito es amanecer sin achaques, sin deudas morales, sin sentimientos de frustración.
Lo demás es un despropósito.
Es persistir en la lesión.
