Estoy en espera del servicio. Del otro lado alguien amenaza con sacarme de mi centro. Quiere que pierda el equilibrio. Mide mi vulnerabilidad, mi arrebato, mi inocencia. Tiene un arma ultraligera en la mano y un proyectil. Su intención no es herirme ni matarme: quiere verme correr desesperada en ese rectángulo azul. Correr y sudar, ahíta. Quiere que mi cuerpo ejecute una contradanza torpe. Quiere que mis piernas se enreden.
Antes de hacer el movimiento de saque, empuña el arma con la mano más educada, y con la otra hará volar el proyectil. Como buen verdugo, su trabajo consiste en cortarme la cabeza; y no, al final no será él quien me la regrese a su lugar.
Yo oscilo, atenta. Me han dicho que lo más importante es no perder de vista la bola que volará por los aires dando vueltas en su propio eje imaginario. Debo mirarla, pero también debo escucharla. Oír, sobre todo, el golpe seco que la proyectará hacia mi lado del mundo.
El movimiento de saque es parecido al de un vals revolucionado: se dará en un compás ternario y preciso.
El enemigo ha estudiado en un segundo mis debilidades: sabe que mis músculos principales, los del tronco, están maleados por la danza. Sabe que al intentar devolver la pelota posiblemente ejecutaré una suerte de pas-de bourée de bailarina retirada. Ha visto mis antebrazos y mis muñecas; esas que deben darle intención y efecto al golpe, pero que sólo las he adiestrado en el arte de la floritura flamenca y la mentada de madre.
Todo eso pasa en mi cabeza, y sin embargo, mi oponente no se ha movido un ápice. Rebota la pelota; sube un poco el metatarso, respira, y luego, en un espasmo violento eleva el proyectil, se apea y arquea su cuerpo hacia atrás y después hacia delante. Se escucha un “cloc” que se amplifica con el roce del aire e inmediatamente se apaga por los pelos. Si parpadeo, estoy muerta. Si elongo los brazos pierdo explosividad. Si no roto la cadera y los hombros, seré más lenta que el primer polizonte del viaje a venus.
Me siento como en una película de Tarantino; a punto de sortear la catana de un Yakuza, pero no debo sortearla sino detenerla en micro milésimas de segundo y… ¡vade retro! Que el diablo aparezca en los pequeños detalles.
¿La pelota se detiene en las cuerdas o no se detiene?
Sí y no.
Sí porque se frena, pero más bien debe rebotar, y ese rebote debe llevar un sentido: ¿mandarla hacia arriba o hacia abajo? ¡Cálculo, matemáticas, leyes de la física! Demasiada información para una tránsfuga de las ciencias exactas. En un aleteo de colibrí los músculos deben ser autónomos y pensar, decidir, calcular: si la mano va oblicua precipitará la bola hacia el frente y ésta girará, ¿para dónde? ¿Hacia adentro o afuera? ¿Y qué es el adentro y el afuera cuando se tiene una perspectiva en movimiento? O si el rectángulo azul es algo similar al vacío.
Cuando eres un condenado al patíbulo no puedes decidir si tu último pensamiento fue el correcto. Pero ya está hecho.
Cuando tu vida depende de una fórmula invisible, es complicado no errar si se improvisa.
Rebanar… el famoso slice, como si las cuerdas fueran un cuchillo para abrir finamente una merluza.
Llegó la hora. La bola viene hacia mí. Tenso mi cuerpo como una quinceañera debutante. Necesito hacer uso de la intuición, pero también de los ojos: doy un paso al frente; un paso mustio, inseguro, que culmina cuando me planto en el punto ideal para hacer el swing.
El oponente no tiene porqué saber que mis miembros se paralizan unos segundos mientras el proyectil está a punto de partirme en dos. Apelo al sentido común, respiro rítmicamente; inhalo y siento el contacto de la bola con mis cuerdas. Pienso en lo que me dijo mi psiquiatra: el cerebro no puede atender dos dolores simultáneos, así que exhalo furiosa y sale un gritito, más bien un gemido; y la mano termina por hacer el trabajo fino: suelto la muñeca y procuro que ese movimiento termine arriba, como si en vez de estar devolviendo el servicio, quisiera asomarme a ver el paso del tiempo en un reloj, o la foto de mi madre en un relicario.
De niña intenté aprender el así llamado deporte blanco. Tomé algunas lecciones preliminares ininteligibles. Llegué a devolver la pelota en repetidas ocasiones y sudaba y corría y me gustaba que la maestra dijera que era una niña fuerte, explosiva, más no atenta.
Como casi todas las lecciones que mis padres pagaban para librarse de mí por unas cuantas horas, acabé por claudicar a la hora de que el maestro intentaba explicar las reglas y los porqués. De niño uno quiere que el juego sea esa actividad que simplemente se satisfaga a sí misma. Era divertido entonces porque mi mente no asociaba todo con metáforas y analogías y mensajes ulteriores. No había paranoia ni sospechosismos. No veía, por ejemplo, al profesor como un personaje al que podía transmigrar a una trama paralela.
No encontraba los pasajes ocultos. No equiparaba la cancha con la casa que se comparte con el amigo o el enemigo íntimo. No transportaba los movimientos al foro de lo cotidiano ni veía en la coreografía de ambos participantes una recreación de la vida en pareja.
El que crece y se obsesiona en encontrarle respuesta a todo puede imaginar que la pelota es la palabra o más bien, una serie de palabras: el juego es realmente una conversación que va subiendo de tono: cada uno saca sus mejores frases y las lanza a bocajarro, ora con sutileza, ora con violencia, y al igual que en una conversación, siempre habrá uno que blofee, que haciendo gala de cierta maña, tuerza el sentido del dardo (en este caso de la bola).
Tuvieron que pasar treinta y tantos años para que el tenis me revelara secretos infalibles que, trasportados a la educación sentimental de una persona, otorgan valiosísimas armas para resolución eficaz de cualquier tipo de problema en el que intervenga más de un ego.
Si toca raya, pierdes. Pero si logras regresar la bola a la cancha por mero espíritu de competencia, la conversación se alargará, y sin percatarse, los rivales harán música y la danza será placentera… hasta que la pelota no regrese más. Entonces alguien ganará y el que pierde deberá acercarse, sumiso (pero digno) con su respectiva cabeza sangrante en la mano sin esperar que el verdugo sea quien se la vuelva a poner en su lugar.