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sábado, septiembre 7, 2024

Cosas del amor… a la comida

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El amor puede esperar, el hambre no… pero esa determinación con la que vamos a un restaurante o con la que nos sentamos a la mesa, se puede esfumar, de pronto, cuando esa comida que antes nos parecía exquisita ya no lo es más. ¿Qué pasará si, por ejemplo, el restaurante al que solemos ir y en el que no nos importa dejar la quincena, de repente pierde ese “algo” especial? ¿Qué es lo que pierde en el camino? Teniendo en cuenta que no ha cambiado ni de dueño ni de personal y que el florero de en medio siempre ha sido el mismo florero pinche o precioso, o que la terraza sigue teniendo esa entrada cálida de luz, ¿qué pasa? ¿Por qué dejamos de ir? Pasa a menudo. Más de lo que quisiéramos. ¿Por qué? Yo creo que la respuesta es la siguiente: el dueño del lugar ha dejado de hacer su trabajo con pasión y ahora lo hace por dinero. El restaurante se vuelve un negocio en vez de un templo. Del templo de su trabajo, que posiblemente ha dejado de gustarle o simplemente ha pasado a segundo término. Los dueños de algunos restaurantes que fueron exitosos por su calidad, un buen día se convierten en empresarios vulgares, y como empresarios vulgares caen en una práctica digna de empresarios vulgares y voraces: proceden a economizar a la hora de comprar las materias primas. Pasa muy a menudo. Hasta en los así llamados restaurantes de tradición. No vayamos lejos. Vayamos a Veracruz. En específico al Gran Café de la Parroquia, que en otros tiempos, además de ser un garante de calidad, era también punto de encuentro tanto de turistas, familias del propio puerto y, entre semana, de políticos y empresarios. Todos cabían en La Parroquia a pesar de que La Parroquia ni tenía el mejor mobiliario ni el mejor aire acondicionado, es más, creo que la sucursal madre sigue contando simplemente ventiladores en el techo. Aún así, uno iba no a lucirse ni a sentarse más de dos horas esperando lujos ni comodidades. Uno iba a La Parroquia para comer las mejores gordas jarochas y a beber los mejores lecheros. Y así fue durante décadas, hasta que pasó lo irremediable: los herederos se comenzaron a pelear por los derechos del nombre, implementaron las franquicias y ¡voilá!, el encanto se rompió. ¿Por qué, si eran las mismas recetas de siempre? La respuesta es otra vez sencilla: porque a los jefes de compras, que siempre se quieren embolsar una parte del gasto, se les hizo fácil comprar ya no leche de vaca, sino fórmula láctea. O ya no jitomate de primera sino jitomate de cuarta. O ya no mayonesa McCormick, sino mayonesa “marca libre” de Aurrerá. Así es imposible que los platillos sean igual que antes. Y pongo La Parroquia como un ejemplo clásico de la degeneración del negocio familiar, pero puedo poner de ejemplo también un restaurante de mariscos o de carnes equis en una ciudad equis, que cuando abrió era maravilloso, sin embargo, una vez que el negocio funcionó a las mil maravillas, el dueño, o mejor dicho, los hijos del dueño metieron su cuchara y sus malsanas ambiciones y, con la única finalidad de ganarse tres pesos más en cada platillo, pusieron en el plato camarón o la carne de tercera en vez de camarón o carne de primera, o chipotles La Comer en vez de chipotles La Morena, pasando por alto que el cliente no es ningún imbécil, y ese cliente al que creen imbécil, no tardará en percatarse de la diferencia. Lo mismo sucede con el personal de un restaurante: que al abrir contraten los mejores meseros, y que sigan con esos mejores meseros cuando el restaurante ya está encumbrado, pero por la ambición desmedida y la falta de visión, el dueño o los hijos pendejos del dueño, quieran que esos mismos meseros doblen turno en lugar de contratar más meseros, lo que desencadena un caos debido al desgaste de esos buenos meseros que dejan de ser buenos meseros porque simple y llanamente están cansados. Y lo peor: esos dueños codiciosos o los hijos idiotas de esos dueños codiciosos no les dan de comer bien a sus meseros ni a su personal y quieren que ese personal rinda al cien y no manosee la comida que va destinada a la venta. No quieren que manoseen ni que piquen la comida destinada a la venta, pero no les dan bien de comer, es decir, no organizan un menú especial para el personal y quieren que coman aire o que se coman las sobras del cliente inapetente o melindroso. Ésa es la verdad. Como verdad es que esos dueños degenerados por la avaricia suelen retener los pagos de su personal, cuando es gracias a ese personal que su restaurante es exitosos. Como diría el clásico tuitero: así no se pinches puede. ¿Cómo quieren los dueños de los restaurantes perdurar en el gusto del cliente si tratan al cliente como a un subnormal? Engañan al cliente o creen que engañan al cliente cuando en realidad a los únicos que engañan es a sí mismos, y esa acción carente de sentido desencadena la ruina del negocio al que tanto querían sacarle ahorrándose tres pesos. Intento nombrar adecuadamente a ese fenómeno y lo único que se me ocurre es una imagen: se dan un balazo en el pie. Eso hacen los dueños de aquellos restaurantes que, de la noche a la mañana truenan, no por falta de talento de los cocineros o los chefs, ni por falta de adiestramiento de los meseros, sino por pura y dura vanidad del dueño. El dueño baja su calidad creyendo que el cliente no se percata de que le están dando fórmula láctea en vez de leche de vaca o mayonesa McCormick en vez de mayonesa marca libre de Aurrerá, cuando el cliente claro que se percata y arremete una o quizás dos veces, lanzando señales de alarma, señales que ignora el dueño porque ya está ensoberbecido o porque los hijos tarados ya le lavaron el cerebro con sus “nuevas estrategias de venta”, que no son más que pamplinas que leen en publicaciones chabacanas, y el cliente podrá perdonar una o acaso dos veces esas faltas, pero no tres ni cuatro veces. Entonces el cliente, al que creyeron imbécil, los abandona, y así, uno tras otro, cliente tras cliente, va desertando de ir al dichoso restaurante. ¿Y qué hace el dueño cuando ve el abandono de sus clientes? Intenta casi siempre tapar el hoyo cuando el niño ya se ahogó y manda al carajo a los hijos tarados, pero eso no sirve de nada porque el cliente, que no es nada imbécil, ha decidido abandonar su restaurante favorito pues ha sido utilizado y burlado por el dueño. Así pues se dan no sólo los quiebres de los establecimientos, sino los quiebres familiares; ya que al tronar el negocio, el dueño le echa la culpa a los hijos codiciosos y los hijos codiciosos le achacan el muerto al padre. Le dicen: “es que no quisiste que el bisne evolucionara, pa”. Con ese descaro justifican su estupidez los hijos de los dueños, que son incapaces de aceptar que fueron ellos, y nadie más, quienes ahuyentaron al cliente por creerlo menso y fácil de engañar. Así las cosas en los restaurantes. Igualitas que en el amor.

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