Pensábamos llegar invictos al fin de año del 2020; felices, embriagados, juntos.
Después de casi un año de cuarentena extendida decidimos hacer un viaje a Acapulco como lo hacíamos cada mes, aproximadamente. Esa casa fue nuestro paraíso particular. Dentro, nada podía pasarnos. Era tan grande que, de haberlo querido, cada uno de los invitados bien podría desaparecer sin ser visto.
Fue el 17 de noviembre.
La pesadilla se dispersaba y bailaba desnuda y libre entre los siete pasajeros de la camioneta.
Yo iba manejando. Siempre he disfrutado manejar porque me permite tener el control tanto del tiempo como de la seguridad.
Esa mañana sería la última mañana en la que todos estaríamos sanos.
El aire acondicionado fue el aliado ideal, el catalizador que nos llevaría al despeñadero físico y mental.
La primera noche en esa maravillosa casa que nos vio reír, beber, amar y cantar tantas veces, se convertiría en la última noche.
Recuerdo muy bien: el clima generoso, el cielo limpio. Me hundí en la alberca sola mientras los demás estaban en sus respectivos asuntos: unos dormían, otros no estaban, otros miraban la tele. Nadé durante varios minutos y me llamó la atención el escándalo de una banda sinaloense que salía de una terraza vecina.
Me detuve en la mesilla que está dentro de la alberca para poder indagar con mayor precisión. Absorta ante la negligencia de los vecinos al juntar a más de cincuenta almas en una fiesta en plena pandemia, encendí un cigarro, tomé mi celular y tuitee algo así como que corrían las apuestas sobre cuántos contagiados saldrían de esa fiesta, y a continuación el hashtag: #elmástristerecuerdodeacapulco.
Abandoné la alberca y di una bocanada contundente a mi cigarro para luego inhalar y exhalar profundo un poco de aquel aire tan fresco.
No pasaron muchas horas, quizás 36, para que el virus irrumpiera de una forma violenta y desconcertante. ¿Quién lo trajo a casa?
A estas alturas es lo que menos importa; finalmente el alíen anidó en nuestros cuerpos desde el viaje inicial; en esa camioneta que tantas veces nos llevó seguros y jubilosos a la playa.
Para el sábado por la tarde, a mi hombre se le empezaba a manifestar la posesión del antígeno mediante esa extraña sensación de cuerpo cortado, y a otros dos compañeros les sobrevino una tos discreta.
Tres días después, ya de regreso en Puebla, cinco de los siete dieron positivo a la prueba PCR. Sólo dos personas parecíamos habernos librado del contagio, sin embargo, a las pocas horas la ilusión se quebró.
De ahí para adelante, todo se fue derrumbando como un castillo de naipes.
Mi amor fue a parar a terapia intensiva con puntas de altísimo flujo de oxígeno en la nariz, mientras yo comenzaba a sentir el frío y denso vaho de la tormenta de citocinas.
Esto sucedía mientras el año agonizaba y nuestros pulmones se iban poniendo cada vez más blancos. Dos años después, mientras escribo esto, todas las cosas se movieron de su lugar: el mundo cambió, los colores mutaron; se abrieron algunas grietas dentro y fuera de nosotros. El paraíso tuvo que cambiar de coordenadas. Ahora es uno itinerante, bello, por incierto.
Nos fuimos juntos y sanos, y regresamos enfermos a la incertidumbre para desfragmentarnos y perdernos durante varios meses en un limbo de confusión en el que el aire se volvió el bien más preciado. Después de esa crisis, aprendimos a valorar cada golpe en las manecillas del reloj.
Porque el futuro no existe.