No se confundan: ser rockstar va más allá de llenar estadios y tener a las mejores mujerzuelas del reino. No implica sólo ganar carretadas de dinero después de haber sido un malandro que dejó la escuela y se puso a sangrar una guitarra o una batería ganada con el sudor de la frente de sus padres, esos padres que obviamente no querían que su hijo fuera rockstar sino doctor, maestra, arquitecto, cura o hasta policía.
No. Eso no es ser rockstar. O sí, pero esos rockstars pierden en el camino la vocación de rockstars y terminan siendo místicos o monjes budistas o lo que su hartazgo les ponga en medio.
Un hombre o una mujer común y corriente puede llegar a ser rockstar si se lo propone. El rockstar nace de la siguiente manera: algo desde la tierna infancia lo lleva siempre al lado opuesto. Oye voces en su cabeza que no hablan, cantan, y no las puede callar nunca.
Pero cuidado: para ser Keith Richards no basta con meterse por la nariz las cenizas de tu padre. Para ser Keith Richards debes nacer siendo Keith Richards.
Ser rockstar no es nada fácil.
El oficio del desvelo rompe a quien no nace con los ojos listos para ver la noche. Ser rockstar es (en primer lugar) asumir que el bullicio y la parafernalia y el cristal de las copas chocando son cosas que, si bien van a acompañarte siempre, un día perderán sentido. Sin embargo, ahí estarán, y es deber de rockstar ser el más feliz hasta que el bullicio se vuelva silencio y las copas colapsen en el piso y le corten los pies.
Los días del rockstar oscilan entre el placer y el dolor. Hace versos o canciones que todos repiten sin saber de dónde surgieron. Qué maldita suerte de desgarramiento vive el rockstar para que luego un millón de imbéciles canten a coro algo que a él lo aniquiló y le dejó frito el cerebro. Seco el corazón.
Las musas del rockstar dicen amar al rockstar. El rockstar no se la cree.
Nadie en su sano juicio se enamora de un animal que nació moribundo. Por eso nuestro rockstar cambia y cambia de musa hasta que llega una que seguro lo mata. De ella (o él) será el corazón de nuestra rockstar, y claro: no tardará en hacerlo pedazos.
Para ser Tom Waits debes de nacer con el hígado y los pulmones de Tom Waits.
Pocos aguantan beberse una bahía de Bourbon sin ahogarse, y después de eso, salir como si nada a gruñir al escenario “Thanking my lucky stars that I’ve found you, When I see your constellation, honey, you’re my inspiration, and it’s you”.
Muchos anhelan ser rockstars sin saber que ser rockstar es posiblemente la peor condena porque un rockstar no busca jamás a su Estrella del norte. Él es la estrella. Y uno nunca sabe de cierto si la luz de una Estrella que se mira desde la tierra no es más que la luz de una Estrella que lleva muriendo varios siglos.
Ser rockstar es engañoso.
Ver llegar sonriendo a Janis Joplin a un hospital después de un concierto, no quiere decir que Janis Joplin sea feliz ni que no le ronde la idea de apagar su fuego metiéndose hielo seco por las venas.
Conozco a dos o tres rockstars que nada tienen que ver con el rock.
Hombres y mujeres que al abrir los ojos despiertan siendo rockstars y así transitan por la vida. Todos ellos llevan algo roto por dentro. Todos sacan provecho de esa herida.
Ser rockstar es un trabajo de tiempo completo, y en este oficio no hay jubilación.
Los rockstars cargan con su condición de rockstar hasta la muerte, aunque mueran cada noche.
Y cuando mueren de verdad, mueren como rockstars: agonizando entre el recuerdo de su primera punzada; cuando la música, el vicio y el desamor lo escogieron para ser rockstar. Y el rockstar no dijo “sí quiero”.
Sólo se dejó llevar hasta que la vida no paró y lo convirtió en el mejor (o el más patético) de los así llamados “bleeding hearts”.