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domingo, noviembre 24, 2024

Ay, el amor…

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En el último mes he visto dos series de Netflix que me han hecho pensar en el grado de imbecilidad que una persona puede alcanzar por amor.  

No sé si por amor o más bien por la urgencia de llenar vacíos y esperar que alguien más venga a obrar el milagro que quitarnos la apariencia de queso gruyere.  

Nada nuevo bajo el sol.  

A lo largo de la historia de la humanidad hemos visto caer imperios y otras calamidades extremas a causa de una entrega sentimental irracional, y temo que en estos menesteres las mujeres han sido legendariamente las víctimas propicias de la fatalidad y las campeonas de los despropósitos.  

Me considero una romántica empedernida que no podría vivir sin una buena dosis de drama y zozobra. Pienso que la permanencia de la sensación de enamoramiento depende en parte del misterio y pequeños lapsos de incertidumbre que evitan el tedio y el descarrilamiento.   

He cometido lo más delirantes errores con tal de no perder al ser querido. He celado y he propiciado que me celen. También he renunciado a experiencias que a los ojos de los demás se antojan como lo óptimo para alcanzar la estabilidad.  

No temo a las personalidades rudas ni me intimida la belleza o la inteligencia del otro.  

El amor debe proporcionarme adrenalina, pero, sobre todo, debe hacerme pensar.  

En mi caso, jamás he tenido un problema de índole financiera con alguna pareja por una razón: sé distinguir entre un bohemio y un huevón. Entre un soñador y un farsante.  

Y no me he equivocado.  

Pero existen mujeres que carecen de ese instinto o simplemente las frecuencias que alcanzan en el plano sentimental les hace perder la noción de la realidad.  

Mujeres que triunfan, por ejemplo, en sus profesiones; que han visto el mundo y se han rodeado de lobos en sus respectivos terrenos laborales, sin embargo, cuando su necesidad afectiva excede su capacidad de asombro y sentido común, se convierten en títeres de hombres manipuladores que, vistos por fuera, nadie creería que alguien en sus cabales pudiera ser manipulado al tal grado de dejarse embaucar al punto de ir a la bancarrota física, emocional y económica.  

En El Estafador de Tinder vimos el caso de tres damas que apostaron todo por un tipo que aparentaba ser un magnate de los diamantes. 

Esta historia es un retrato fiel de la vida dentro de las redes sociales; la parafernalia de los filtros, la facilidad para pretender algo que no somos con base en las imágenes como un recurso eficaz para la farsa.  

Confeccionarse un personaje en internet es muy sencillo. La propia plataforma otorga herramientas para que todos podamos hacer un montaje, que llevado al extremo da como resultado este tipo de estafas.  

Cuando vi esta serie no me sorprendió que al final una de las señoras insistiera en continuar ligando a desconocidos vía Tinder pese a haber perdido hasta el cepillo de dientes.  

Y es que cuando la persona tiene un déficit emocional tan profundo pierde la noción de los límites en aras de no hacerse responsable de sus carencias; creyendo que la compañía salva, cuando en realidad lo que nos salva es abrazar nuestra propia miseria y conversar con ella.  

El amor está tan mal leído como El Quijote 

Otro drama: el de la restaurantera vegana que se deja embaucar por un gordo tragapizzas que le saca el dinero haciéndole creer que su vegana vida puede hacerse imperecedera gracias a que él es un trascendido.  

En este caso podemos ponerle check a todos los conflictos del anterior: la necesidad afectiva, la influencia del internet, pero lo que me gustaría destacar en esta historia es algo que siempre he pensado: que la carne es esencial para el buen funcionamiento del cerebro.  

La rubia sexy dueña del mejor restaurante vegano de NY que pudo haber sido la dueña de las quincenas del actor Alec Baldwin, decidió ofrendar su vida y sus dólares a un don nadie que vio en su falta de proteína cárnica y en su obsesión por hacer de su perro un ser humano, la puerta de entrada al fraude.  

Conclusión: el amor es incompatible con las dietas porque, ya de por sí, es un estado que nos roba energía y reflejos. O, en otras palabras, el amor apendeja.  

La relación de pareja es una actividad que requiere pulso, cabeza y colmillo.  

Y los colmillos no se afilan con lechugas ni con soya.  

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