Cuando conocí a Pedro Ángel Palou Pérez, me sorprendió encontrar a
un hombre que reunía inusitados atributos: porte de basquetbolista,
sonrisa afable de pediatra y energía de misionero. Yo tendría entonces unos veintidós años y él ya era un veterano promotor de la cultura
en Puebla.
Emprendía sus actividades con un tesón entusiasta, como quien
encabeza una cruzada que al mismo tiempo es una fiesta. Hasta la fecha, en su ánimo la alegría coexiste en forma plena con la capacidad
de organización.
A casi cuarenta años de ese encuentro, el “profesor Palou”, como lo llama tanta gente,
me sigue pareciendo un atleta que se jubiló de las canchas para convertir la cultura en un deporte.
Lo primero que me impresionó de su carácter fue el trato franco e igualitario que concedía a todo tipo de personas. Yo era un aprendiz de escritor, sin mayor virtud que ser discípulo de Miguel Donoso Pareja, cuyo legendario taller de cuento transformó la joven literatura en los años setenta y ochenta del siglo pasado.
Otro egresado de ese taller, David Ojeda, me había invitado a formar parte del Concurso Latinoamericano de Cuento,
que se otorgaba en Puebla, bajo los auspicios de la Secretaría de Cultura, es decir, del
profesor Palou.
Yo me consideraba demasiado “verde” para la tarea de juzgar a los demás, y así se lo dije a David. Con la autoridad de un hermano mayor, me convenció de pertenecer al jurado. Palou pudo haber protestado por la elección de alguien tan bisoño; sin embargo, me trató con absoluta naturalidad y contó una historia para tranquilizarme. Desde entonces advertí su capacidad para transformar la enseñanza en una variante de la narrativa.
Sin aludir al tema de mi excesiva juventud, contó una anécdota aleccionadora. Poco
antes de mi llegada, Juan Tovar había recibido un reconocimiento como autor poblano. El autor de El mar bajo la tierra aún era joven, pero ya pertenecía a la tradición. El gobernador lo citó en su oficina para felicitarlo. Como suele suceder con los funcionarios de alto rango, sometió al visitante a una espera excesiva. Seguramente, en su condición de dramaturgo, Tovar recordó entonces que el precursor del teatro moderno mexicano, Rodolfo Usigli, dedicó una obra al discutible arte de la antesala política.
Recién egresado de la “literatura de la onda”, Tovar usaba melena de rocanrolero.
Cuando finalmente fue recibido, el gobernador dijo algo de este estilo: “No sabía que habíamos premiado a un greñudo”. Con invencible ingenio, Tovar contestó: “No, si llegué a su oficina con el pelo corto, pero me hizo esperar tanto que ya me creció”.
Palou se desternillaba de risa al contar esta escena que revelaba la superficialidad del
poder y la necesaria discrepancia del artista. Con esa historia, me hizo saber que las apariencias importan poco en cuestiones literarias y que si algo desentona en ese mundo, es la solemnidad de los funcionarios. Yo llevaba el pelo tan largo como Tovar y era aún más joven que él, pero el profesor estaba dispuesto a darle la bienvenida a las nuevas voces que, por definición, carecen de antecedentes.
Compartimos días de humor en los que no dejó de ilustrarme acerca de la cultura y la
historia de Puebla. Supe que me encontraba ante un erudito que aleccionaba por medio
de la charla e impartía seminarios con talante de tertulias.
Muchos años después recorrería con él una exposición de grabados sobre la Batalla de
Puebla que reunía tanto la visión de los caricaturistas mexicanos como la de los franceses. Para entonces, ya me había vuelto adicto a sus explicaciones y conocía su habilidad para mejorar el arte con un dato preciso o una trama inesperada.
Ante sus múltiples empeños, es fácil ceder a la tentación de calificarlos de “quijotescos”
por su capacidad para hacer que la fantasía supere las limitaciones de la parda realidad.
La diferencia con Alonso Quijano es que en él no hay melancolía. En su espigado cuerpo
no cabe la triste figura. Es un Quijote que se sale con la suya.
Hace un par de años me invitó a una reunión de cronistas en el Teatro Principal de Puebla, decano de los foros nacionales. Pensé que se trataría de un encuentro entre colegas.
En efecto, eso era, pero no había profesionales del gremio. Palou había creado una red
de cronistas voluntarios en todos los municipios del Estado para que cada uno de ellos
contara la historia de su gente. Estábamos ante los delegados de la voz popular, capaces
de transformar a una extensa región del país en un rico entramado narrativo. ¿Quién más
habría ideado algo semejante?
He tenido la suerte de conocer a su esposa y a dos de sus hijos, que heredaron sus pasiones por el deporte y la cultura, Juan Ignacio, portero de varios equipos y exitoso director deportivo de Xolos, en Tijuana-, y Pedro Ángel, novelista, ex rector de la UDLA y ex Secretario de Cultura, como su ilustre padre. El dato es importante porque el profesor transmite un afecto intensamente familiar. Es el tío decisivo, el pariente que a todos nos hace falta.
En un ámbito díscolo, donde las envidias y las vanidades son moneda corriente, Palou
es ajeno al egoísmo. Ha entendido la cultura como una oportunidad de favorecer a los
demás. En una ocasión lo vi llegar a la Biblioteca Palafoxiana y sentarse con discreción
en la última fila. Aunque todos lo conocían, no deseaba ser protagonista sino espectador.
Nada más lógico que este hombre excepcional reciba un homenaje. En lo que a mí toca,
no he dejado de agradecer, a lo largo de casi cuatro décadas, el privilegio de frecuentar al joven permanente que atraviesa los patios decisivos de Puebla con porte de basquetbolista, sonrisa de pediatra y energía de misionero: Pedro Ángel Palou Pérez.