Como cada fin de curso, llega ese ciclo que parece interminable: el del estrés, la sobrecarga académica y la autoexigencia llevada al límite. Para quienes estamos en la universidad, esta temporada se convierte en una especie de maratón intelectual y emocional. Uno donde a veces ni siquiera sabemos ya si estamos hablando de un proyecto o de otro.
He pensado mucho en el papel de nuestros docentes. Tengo la firme idea de que dedicarse a la docencia es, en gran medida, un acto de amor al arte. ¿Quién en su sano juicio querría pararse todos los días frente a un grupo de estudiantes que, muchas veces, apenas comprenden la mitad de lo que se les explica?
Cuando supe cuánto gana un profesor por hora, algo en mí se estremeció. Y al mismo tiempo, agradecí profundamente que, a pesar de ello, haya quienes eligen estar frente a un salón, compartiendo su conocimiento con adolescentes y jóvenes, algunos brillantes, otros más distraídos, pero todos aprendiendo. He conocido compañeros que, si siguen por ese camino, algún día serán autores de artículos científicos, innovadores en sus áreas. La disciplina también cuenta, mucho.
Y aunque el cuerpo docente es esencial en cualquier escuela —sin ellos no hay clases, ni aprendizaje, ni universitarios— a veces parece que estamos muy lejos unos de otros, incluso cuando convivimos todos los días. Hay de todo, como en botica: el profesor puntual, el que repite el mismo tema cinco veces, el “barco”, el que convierte la clase en tertulia personal, y, por supuesto, aquel que domina su materia y nos hace decir con asombro: “¡qué bendición tenerlo como maestro!”.
Estas semanas han sido especialmente duras. Exámenes, trabajos, proyectos finales, presentaciones. El cuerpo y la mente empiezan a resentir el peso de tantas horas sin dormir, de comer mal, de correr de una clase a otra. Y entonces me pregunto: ¿es realmente útil este modelo educativo que nos atiborra de tareas? ¿Tiene sentido vivir con esta presión constante por aprobar todas las materias?
Una de mis profesoras dice que ser estudiante de tiempo completo es una forma de vida. Pero, ¿Qué significa eso hoy? ¿De verdad este sistema educativo cumple su objetivo de formar personas críticas, íntegras y preparadas?
Tal vez ha llegado el momento de replantearnos no solo cómo aprendemos, sino también cómo queremos vivir esa etapa crucial de nuestras vidas.