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jueves, abril 25, 2024

Infidelidades taciturnas

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Tino, el del 9, se acostaba con Juana, la del 5.

Rosita, la del 20, tenía un novio llamado Mario, que trabajaba en la Compañía de Luz.

Mi papá, también llamado Mario, trabajaba igualmente en esa empresa, pero no era el Mario de Rosita, que tenía un culo de oro.

Todos vivíamos en sur 81, número 427, colonia Lorenzo Boturini.

El edificio, ya lo he dicho antes, era espantoso.

Subir corriendo era algo deprimente.

Bajar corriendo, peor.

Un día, mis padres y yo —el yo incluye a mis hermanos— nos cambiamos a la calle Torno, número 145: una calle adecentada aunque con cacas de perro cada diez metros.

En ese lugar, operado por el Bancomer de Manuel Espinosa Yglesias, la señora Carmela andaba con el uniformado vigilante llamado Chon Calzón.

(No se llamaba así, pero uno de la Brosa se lo puso).

Él era prieto, pelos de paja: un mexicano auténtico.

(No hay mexicano falso. O sí: Luis Miguel no es mexicano. Es puertorriqueño. En consecuencia: es un mexicano falso. Otro mexicano falso es José Ramón Fernández, quien se siente español. Y habla como español. Qué tipo tan ridículo.)

En ese lugar, todo mundo andaba con todo mundo.

Van ejemplos:

La señora Monis andaba con un verdulero del Mercado de Jamaica.

Rebeca, la novia del Tilín, un día fue descubierta en brazos de Noé.

La hermana de Noé engañó a su novio con un tipito que se peinaba como el marido exprés de la hija de Rosario Robles.

Víctor, el Fóforo, andaba con la esposa de un vendedor de seguros.

Doña Marina, la del 103, se acostaba con Víctor, el Rizos: un personaje que sólo fumaba.

Jamás dijo palabra alguna.

Sólo sonreía.

Sonreía y fumaba.

Así era el Rizos.

Doña Marina, un día, le pidió que la acompañara a bajar la ropa de la azotea.

El Rizos sonrió, fumó, y le dijo si con un movimiento de cabeza.

Ésa fue la clave.

Doña Marina subió los cinco o seis pisos moviéndole el culo al Rizos.

Una vez arriba, se besaron ampliamente.

Tan ampliamente que terminaron siendo amantes.

La rutina era ésta:

El Rizos se venía, encendía un cigarro y sonreía.

Siempre sonreía.

Ella, en tanto, le hablaba del amor y de Scarlett O’hara.

Se creía Vivían Leigh, pero sólo era doña Marina: una mujer frustrada que estaba casada con don Víctor Rojo: un fotógrafo de cine que hacía churros con Julio Alemán y René Cardona.

Cosa curiosa: doña Marina se llamaba Marina Rojas de Rojo.

Marinita, su hija, se llamaba en consecuencia: Marina Rojo Rojas.

Todos ellos eran infelices.

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