Esta vez no habría remedio: ya eran las 10 de la noche en la vieja Avenida Portugal.
Día tras día lo veía tirado en el suelo. Cómo si la inmundicia latinoamericana viniera a visitarme de vez en cuando, en estos pasajes de estadía en Europa.
La luz del Carrefour distraía contrastando su ropa.
Todavía lo recuerdo.
Una chaqueta amarilla color limón ibérico, un pantalón negro y ese saludo que revuelca el comunismo y el fascismo en el mismo espacio cerebral.
Aún no llegaban las vacaciones, y yo estudiaba en esa habitación, a un kilómetro de su presencia taciturna pidiendo dinero en la entrada del supermercado.
A veces escribía tanto que olvidaba prender la pequeña luz de una lámpara de mesa, mientras el sol se iba.
No me daba tiempo de observar esas pequeñeces hasta que los ojos comenzaban a fugarse por la canilla.
La costumbre de no prender luces en España y esa rara normalidad de vivir a oscuras en los edificios se estaba apoderando de mí.
Hace días que no aparece.
Si hubiera muerto… Pensaba.
Seguramente Salamanca 24 horas lo estaría anunciando. En lugar de anunciar si apareció una tarántula en la calle Canalejas, o si un par de descuidados habían muerto tras un accidente del factor auto más el factor alcohol.
Si hubiera muerto, alguien del Carrefour habría protestado.
La primera vez que lo vi y me saludó, me despistó el hecho de que saludara con alegría.
Yo decía; que tiene de alegre pedir dinero sentado en la calle.
A diferencia de mis antigüedades guardadas en los cajones de los recuerdos sobre los viajes de mochila que hice más joven.
Intentaba saludarlo.
Pero dos mujeres brasileñas ya me habían platicado que él sólo era un vividor.
Que en España hay seguridad social para españoles y que si no tenía trabajo era porque no quería.
Con estos juicios que, por cierto, guardé en el abrigo de temporada, decidí ignorarlo.
No soy de las personas que ignora a alguien que pide dinero en la calle.
En América Latina esto está normalizado.
Pero algo de los juicios vecinales y verlo comprando un par de cervezas cada noche después de la larga jornada “estirando la mano”, como dicen los ancianos, era algo anormal para mí.
Tiene días que no regresa.
Pero yo soy antropóloga. Esas cosas no le importan a los antropólogos.
Es como querer explicar algo que nadie puede ver, que nadie ha citado en sus libros y revistas académicas.
Podría hablarte de la problemática actual, de la guerra fría, de los migrantes de Ucrania, de Siria, Pakistán y del nuevo orden mundial. Podría hablarte del Litio y su sociedad lítica. De los pueblos de la selva del Tunari protestando en la Cumbre de los hidrocarburos. De las injusticias latinoamericanas y los 500 años de atropellos a los derechos humanos, o de todas esas cosas que son importantes.
Pero la palabra ‘miseria’ transitaba en mi cabeza todos los días camino a casa. Justo al dar la vuelta en el estaco de periódicos donde adelantaba las noticias internacionales y los nuevos avances de la ciencia.
A quien le Importa un vagabundo en Europa.
No sabría describirlo. Pero había en el algo misterioso porque no estaba ocultando su felicidad. Su saludo era simpático.
Hasta contagiaba algo de alegría.
Había conocido pocas estrategias de marketing que funcionaran tan bien.
Un día en su lugar había un hombre y una mujer.
Él, curiosamente no estaba. Pero el hombre nuevo contaba monedas de 1 céntimo de euro, algunas de 2, 5 y más de 50 y 20 céntimos.
Mientras yo esperaba afuera del establecimiento por olvidar el cubrebocas, observé el escenario y me dio tiempo de analizar los diálogos.
-Hombre: ¿Cuánto es?
– Mujer: 12, 13, 13, 50, 14.20, 16, 19 … 20!
-Él: ¡Veinte euros!
-Ella: ¡Te lo he dicho!
Después de un par de sobresaltos y uno que otro secreteo la mujer, unos gramos más delgada que una modelo, entró al súper Mercado.
El hombre con semblante insalubre siguió pidiendo.
Cuando ella salió, le dijo:
-Pero, ¿qué hacéis?
Su entonación gitanesca me metió en contexto.
-Él: ¡Uno más!, ¡uno más!
-Ella: No tío, ya te he dicho que está bien.
Se fueron corriendo como huyendo de algo o de alguien.
Nunca volvieron.
No le voy a dar una moneda. Pensaba. Compra cervezas con eso. Sus ojos de azabache me examinaban. Nunca me negó un saludo a pesar de ignorarlo durante todas mis salidas. Dos tres veces al día.
Ahí pasaba el día completo.
Así pasó el invierno… La arena del Sahara, mis nubes favoritas y los cielos celestes de inicio de primavera.
Una vez lo vi salir igual de contento del supermercado que ocupaba de locación.
Tenía una cerveza de un litro y medio en cada brazo. Como los ancianos en Europa que cargan la baguette a toda hora.
No sé si se compraba las dos caguamas para llevar a casa en familia o si era un alcohólico.
Ya era tarde cuando me quedé dormida. Intentaba leer una página de mi última compra de un clásico que había obtenido en París la semana pasada. Con mi lacónico francés académico me arrullé a mí misma, sin entender nada esa noche.
En seguida la extrañeza de no verlo más en la calle inundó mi razonamiento. Le traté de dar una
explicación. Pero se conectaron ideas más generales. La síntesis fue:
Un hombre X, sin trabajo.
Pide dinero afuera de la franquicia francesa más importante del siglo XX y XXI.
Saluda más natural y con la entonación más alegre que una hostess bien parecida, con seguridad, por lo menos social y con un empleo.
La gente le da su dinero; sabiendo que él puede tener un trabajo pero que por cualquier razón no lo tiene.
Los empleados del Carrefour lo dejan pedir. La policía lo deja pedir. Al terminar la jornada compra un par de cervezas para relajar y orgulloso cruza la avenida Portugal respetando las señales peatonales.
No creo en los finales felices, creo en los finales conscientes.
Porque la felicidad la venden en todos los productos. En todas las frases y publicidades de los países capitalistas.
Dejó el diálogo abierto, pues solo decía ‘hola’.
Nunca decía ‘adiós’. Rompiendo las máximas de comunicación de Grice.
¿Será el reflejo concreto de la miseria?
¿Será una paradoja o el reflejo de la tan moderna lucha contra la religión?
¿Quién se come ese cuento hoy en día?
¿Quién da un céntimo a alguien que no es indígena, ni discapacitado, ni negro, ni latino o un niño explotado?
Solo es un hombre del primer mundo saludando desde la no tan cómoda comodidad de no pagar impuestos a las sombras soberbias que pasan frente a su persona, arropados, con baguettes bajo el brazo.
En fin…
Nunca supe si se fue o si murió, o si simplemente cambió de sucursal.
Yo estoy aquí. Escribiendo bajo los tenues voltios que se permite utilizar durante el día en el primer mundo.
Porque hay una crisis energética. Y porque las luces se encienden con movimiento.
Mi café árabe se quemó porque ya le había tomado la medida al café colombiano. Mientras pienso en ir por una cerveza al Carrefour.