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martes, octubre 15, 2024

Tanner y Godard: Poesía en movimiento

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Alain Tanner y Jean-Luc Godard, extraordinarios cineastas fundadores de la Nueva Ola que floreció en las décadas de 1960 y 1970, fallecieron con dos días de diferencia. Ambos sacaron de la displicencia a un país de juguete, Suiza, renovaron el lenguaje cinematográfico de una Francia y un Reino Unido anquilosados (Tanner formó parte del Free Cinema británico), le dieron al cine un toque poético que el cine convencional jamás supo entender ni, mucho menos, aprehender.

Al primero lo conocí en Lisboa, en 1976, cuando lo invitaron a presentar su más reciente filme, Jonas qui aura 25 ans en l´an 2000, escrito junto con John Berger. Jaime Avilés Iturbe y el que esto escribe vivíamos nuestra primera aventura de corresponsales de Radio Mil, intentando ganarnos la vida como periodistas para vivir como poetas, en palabras de Mario Alberto Mejía.

Habíamos visto La salamandre (1971) en un cineclub universitario, emocionados hasta los huesos. La historia versa sobre dos amigos, un novelista y un reportero, a quienes la televisión helvética los contrata para realizar un documental sobre una chica (papel interpretado por la bella Bulle Ogier), empleada de una zapatería en el centro de Ginebra que, según parece, intentó asesinar a su abuelo, héroe de la Segunda Guerra Mundial. Nadie sabe qué sucedió en realidad, ni las circunstancias en que se dio el suceso. Hartos de comer papas, pan duro y vino de mesa, los amigos aceptan el desafío.

El periodista elige aproximarse de manera realista, al estilo del cinema verité, con el fin de reconstruir en forma minuciosa los hechos mediante entrevistas a la muchacha, a los vecinos. Por su parte, el escritor prefiere imaginar, especular, suponer con base en mínimos datos biográficos, sin acercarse a ella. Conforme transcurre la trama sus métodos de trabajo terminan fundiéndose en un abrazo amoroso, exponiendo de paso “la veleidosa neutralidad que ostentan la Suiza románica, germánica, italiana”, nos dijo Tanner aquella noche lisboeta, mientras degustábamos vino verde.

En ese entonces no sabía yo que Ginebra sería una de las ciudades en las que pasaría tanto tiempo durante los últimos 25 años. Muchas veces, al cruzar la frontera entre los pueblos vecinos franceses (Saint-Genis-Pouilly y Ferney-Voltaire) y la cuna de los derechos ciudadanos, ha venido a mi memoria el recuerdo de este personaje femenino rebelde, obligada, como tantos miembros de la clase obrera, a vivir del lado francés (donde es más barato el alquiler) y laborar del lado suizo (donde los sueldos son decorosos).

Desde su primera cinta, Charles mort ou vif (1969) Tanner se mofa de la cultura helvética. El personaje es un relojero de edad madura, pero aún con la energía necesaria para abandonar su aburrida vida pequeño burguesa y emprender una aventura libertaria con su amante. Sin embargo, fracasa. “El simbolismo que arrastró el movimiento rebelde de mayo de 1968 me inspiró”, nos dijo Tanner, “deseaba mostrar cómo gente alienada, ingenua, busca en vano liberarse de sus cadenas mentales, emocionales, económicas”.

En 1974 estrenó Le millieu du monde, la historia de una joven italiana que trabaja como mesera en el café de la estación ferroviaria de un pequeño pueblo suizo. Ahí conoce a un ingeniero local, con quien inicia un amorío. Él intenta asimilarla a su mundo burgués. Ella termina por abominar de ese ambiente inocuo, carente de imaginación. “Siempre he buscado concebir personajes empeñados en mantener viva la flama del 68, atrapados en su búsqueda de alternativas al capitalismo devastador”, nos aseguró Tanner.

En Messidor (1978) cuenta la complicidad de dos mujeres, una estudiante universitaria y una empleada de una tienda, que viajan de aventón a través de una Suiza poco conocida, lejos del encanto turístico, y deciden asaltar comercios. Perseguidas por la justicia, terminan muertas. No obstante, el cienasta ginebrino siempre se resistió a incluir violencia física en sus películas, “efectos especiales facilones para atraer al público”, ironizó.

Sin duda Lisboa causó una profunda impresión en él, como en todo aquel que haya tenido la oportunidad de recorrer sus antiguas calles empinadas, bañadas de intenso sol. En 1983 lanzó Dans la ville blanche, protagonizada por el estupendo actor Bruno Ganz. Un ingeniero naval, de tendencias depresivas, se enamora de la mucama de una casa de huéspedes frente al océano Atlántico donde alquila una habitación, mientras filma en formato super 8 mm sus andanzas entre la luz cegadora y las sombras ominosas. La destinataria de las cintas es su esposa, quien las mira con desapego brechtiano en Suiza, tratando de adivinar el estado emocional de su marido.

Tanner nos invitó a visitarlo en Ginebra. Nunca fuimos. Nos esperaban dos salamandras en Florencia. Una tarde los cuatro nos metimos en un cine universitario a ver una función doble godariana. Primero pasaron À bout de souffle, las aventuras de un ratero de poca monta y homicida (Jean-Paul Belmondo) con una esnob estudiante de periodismo (Jean Seberg), y luego Vivre sa vie, las cuitas de Nana (Anna Karina), empleada de una tienda de discos, aspirante a actriz, prostituta para ganarse la vida. Estupefactos, fuimos testigos de su llanto empático frente a la pantalla de un cine que proyecta la película de Carl Dreyer, en la que Juana de Arco asume su destino trágico. Vivir su vida, nuestra vida, la de todos los que creen que un mundo distinto es imposible, excepto en el arte y la poesía.

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