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jueves, abril 25, 2024

Una Valija Cargada de Cuchillos, Cadáveres y Sangre

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Antes de viajar a Puebla para quemar mis naves, unos periodistas de la región me invitaron a cenar en La Casona, en Huauchinango.

Era septiembre de 1991.

—Vas a regresar antes de lo que imaginas. Los poblanos son poco hospitalarios. El medio es muy cerrado —dijo uno que venía de regresar al pueblo luego de una experiencia de seis meses.

Los demás coincidieron en que no sería fácil trabajar en la capital del estado.

Un 19 de septiembre, en pleno eclipse de sol, llegué a la terminal de autobuses y viajé.

Han pasado treintaiún años desde entonces.

Cierro los ojos y veo los primeros años en SÍ-FM.

Años de descubrimientos, de revelaciones, de los primeros encuentros y desencuentros.

Nada grave hasta ese momento.

Lo difícil empezó cuando, ya en El Universal Puebla, me quedé escribiendo La Quinta Columna.

No imaginaba entonces que esa columna sería una valija de viaje cargada de cadáveres, archivos y bisutería.

La crudeza del periodismo la aprendí llenándome las manos de algo parecido a la sangre: un líquido viscoso de color rojo brillante.

A veces terminaba mi columna y entraba al baño a lavarme las manos.

Ese líquido  rojo, ya deslavado, hablaba mejor que otra cosa de este oficio.

Raro oficio, éste, de tocar llagas, exhibir pestilencias, ofrecer cabezas a los dioses.

Un amigo me advirtió en una de las cenas mensuales que llegamos a tener:

‘Cuídate de no quedarte con el cuchillo lleno de sangre cuando escribas’.

Me horrorizó el consejo.

Me sentí Luca Brasi antes de irse a dormir entre los peces.

Luego, cuando lo traduje, entendí que ése es un riego inherente: cuando uno escribe una columna política, toca, es inevitable, toda suerte de intereses.

¿Hay forma de no hacerlo?

Por supuesto.

Conozco a muchos que van por la vida capoteando todo, incluso los conflictos más brutales.

¿Cómo le hacen?

Se montan en una tabla, se deslizan, y se van —como Nelson llegando a Trafalgar— de ola en ola.

La sangre, faltaba más, jamás toca sus manos.

Menos esa sensación del puñal bailando en los dedos, narrada por mi amigo.

Ni el agua toca su vestimenta.

Son hábiles para evadir todo.

Y ahí los ves, tomando café como si nada.

Su vida es tranquila, apacible.

Son jirafas en Áfricam Safari.

Conozco a otros que dan exclusivas todos los días apostándole a su olfato: un olfato fallido por naturaleza.

Eso no los ruboriza.

Han aprendido a equivocarse una y otra vez.

Alguna vez acertarán, pero sólo se enterarán sus pocos, escasísimos, lectores.

He querido preguntarles qué se siente fallar todos los días.

No me atrevo.

La suya, ufff, es una forma de la felicidad.

Y están los que de vez en cuando presumen sus grandes éxitos del pasado.

Son los dueños del “se los dije”, “cantada vale doble” y otras lindezas.

Luego, como algunos marsupiales endémicos, se echan a dormir durante meses.

O aquéllos que se sienten periodistas críticos e independientes, pero que sólo escriben cuando uno de los suyos llega a ser jefe de prensa de algún ayuntamiento.

La revolución tiene sus tiempos, faltaba más.

Con todo y los inconvenientes de ese líquido rojizo que tengo que lavar después de escribir, me quedo con este oficio de tinieblas.

Basta con que me identifique con algunos personajes que hacen lo mismo.

Como los enanos, tenemos un sexto sentido que nos permite reconocernos a primera vista.

Y entonces nos saludamos y quedamos de comer, aunque hay citas que se alargan inevitablemente.

Me han preguntado de repente si algún día me retiraré de todo esto.

Eso significaría: guardar el puñal lleno de sangre en el cuarto de lavado, vaciar la valija, enterrar los cadáveres, quemar los archivos y tirar la bisutería.

¿Qué haría al día siguiente, la semana siguiente, el mes siguiente?

Me aburriría como esos marsupiales endémicos que prefieren dormir.

Es claro que disfruto continuar por estos rumbos: viajando por la zona del lenguaje, contando historias de impresentables, lavando la sangre de mis manos y de mi teclado.

Así lo he hecho la mayor parte de estos treintaiún años, desde la mañana aquella en que hice mi equipaje para viajar a la que sigue siendo la ciudad de mis delirios y pasiones.

Chillidos de Marrana en Val’Quirico. Algo más ridículo que el alcalde que se puso una banda presidencial en el pecho la noche del 15 de septiembre, fue el locutor Paco Zea en Val’Quirico.

Sucedió que los dueños de ese pueblo o desarrollo inmobiliario, o las dos cosas, invitaron a este intelectual que apenas sí conoce la o por lo redondo para que diera el grito de independencia en la plaza mayor del sitio.

Con una bandera mexicana, el letrado inició con los vivas predecibles —‘viva Hidalgo, viva Allende’— para después sacar sus fobias antilopezobradoristas: ‘¡Mueran los malos gobiernos! ¡Muera el mal gobierno! ¡Que muera el mal gobierno!’.

Tras sus quince minutos de fama, desgañitado, regresó a hablar de la solapa del último libro que está leyendo entre mezcalinas y chalupas.

¡Terrible, valedores!

¡Bebamos!

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