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jueves, abril 18, 2024

Salman Rushdie, el obcecado

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La primera vez que lo vi fue durante el último evento masivo llevado a cabo en el estadio de Wembley, cerca de Londres, antes de su renovación. No hacía mucho tiempo que los oscurantistas lo habían condenado a morir por mofarse hasta de la madre del profeta.  

Era 1993. El suceso culminante consistía en un concierto de la famosa banda del renacimiento psicodélico, U2, en un momento en que Europa se desangraba debido a las disputas entre cristianos y musulmanes en la antigua Yugoslavia. En medio del concierto, Bono llamó la atención del público hacia una pantalla gigante. Sobrevivientes de la masacre de Sarajevo ofrecieron a los espectadores que abarrotábamos el estadio su testimonio de los horrores de la guerra. Entonces se escuchó el rumor de las aspas de un helicóptero aproximándose.  

Un asistente de escena le pasó al cantante irlandés un teléfono celular de la época, quien tomó el enorme armatoste con la antena de metal desplegada y comenzó a hablar. Había recibido una llamada desde las alturas. 

“Salman, ¿eres tú?”, dijo. 

“El mismo”, respondió una voz un tanto tipluda. 

“¡No lo puedo creer! ¿No me digas que vienes en la nave que se acerca?”. 

“Puedes creerlo”. 

“Entonces, ¿te veré en un instante?”. 

“Antes de que lo pienses”. 

El helicóptero se detuvo por encima del templete, donde se mantuvo firme; abrieron una puerta y dejaron caer una escalera, por la cual descendió Rushdie al escenario. Bono lo recibió con un abrazo. La ovación del público no se hizo esperar. 

Años después, una noche en que celebraba con mi familia la llegada del nuevo milenio en el hotel Camino Real de Oaxaca, apareció acompañado de una despampanante súper modelo. 

Nos preguntamos si se trataba de su Nikkita, es decir, de su guardaespaldas con antecedentes de espía ninja, o simplemente era una rubia guapa más, como le gustaban al escritor, por lo que que los moralistas también lo querían degollar. 

En un momento de la velada coincidimos durante una visita a los mingitorios. El asunto obligado fue Octavio Paz. Por bocón lo animé a explorar, como OP, en la ciencia y la tecnología, incluso en las matemáticas, esferas donde existe una riqueza insospechada, poco explorada, para crear ficción. 

Me miró con desdén, con su mirada gacha, mostrando su escepticismo sin pudor.  

“¡Qué le vamos a hacer!”, me dije. Solo quedaba pasar a desaguar. 

Quince años más tarde me lo volví a topar en el Centro Cultural Gabriel García Márquez, vibrante lugar localizado en el centro de Bogotá, Colombia. Rushdie había sido invitado a presentar allí su más reciente novela, Dos años, ocho meses y veintiocho noches 

Su talento para crear y desarrollar tramas que pertenecen al reino de la literatura le permitieron imaginar un romance entre el matemático y filósofo cordobés, Ibn Rushd, conocido como Averroes, y una especie de Sherezada. 

De esa forma, mediante un simple juego aritmético (Mil y una noches equivalen a dos años, ocho meses y 28 días) Rushdie puso en práctica sus recursos conocidos: humor exacerbado, tramas barrocas, diálogos imposibles, así como su obsesión alrededor del conflicto entre las filosofías religiosa y racional. 

Además, el novelista indio se encontró con un regalo de la historia, dado que su apellido, Rushdie, es cercano a Rushd. Como decía Louis Pasteur, la suerte favorece a los mejor preparados. 

En el auditorio no cabía un alma, si bien no se trata de un espacio muy grande, para unas 300 personas máximo. La seguridad era notoria. Al terminar me acerqué. 

De la manera más amable le pregunté dónde había quedado su postura acerca de la ciencia como pretexto literario que exhibió en Oaxaca.  

Gruñó. Removió sus labios. Me miró, altivo. Frunció la nariz. 

“Reconozco que tenía usted razón”, dijo, “de cualquier manera yo habría llegado a esto por mi cuenta”. 

“No me queda la menor duda”, repliqué. 

Se hizo un silencio incómodo. Iba a despedirme cuando reculó. 

“Aun así, le estoy agradecido porque he gozado tanto al zambullirme en ese mundo fantástico”. 

“Hombre, no faltaba más”, contesté. 

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