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miércoles, octubre 30, 2024

Espacio de fábula

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Si queremos comprender la dimensión espaciotemporal de las obras literarias, en particular las del pasado remoto, es necesario aquilatar la escasa, fabulosa luz narrativa que pudo escapar del olvido, lo que el notable políglota y estudioso de la literatura clásica, Ángel María Garibay, llamó el “universal naufragio de la cultura griega en el feroz océano del tiempo”. Existen vestigios anteriores a esta época (alrededor de 600 antes de nuestra era, ane) que de manera increíble también llegaron a nuestros días más o menos intactos. Tal es el caso de las cuevas de Chauvet (33 mil años ane), Altamira (alrededor de 18 mil años ane), Lascaux (unos 17 mil años ane), y, más tarde, los asentamientos en las islas Orcadas (aproximadamente 8 mil 500 años ane).

Destaca la voluntad estética de apropiarse del espacio, una vez dominada la generación de luz, esto es, el fuego. En Lascaux, cerca del pueblo de Montignac, pueden verse pinturas realizadas con materiales producto de técnicas de extracción y combustión química practicadas por aquellos grupos de mujeres, hombres y niños. Tonos rojizos, ocre, negros, logrados de manera propositiva a partir de minerales que solo podían conseguirse lejos de ahí, a cientos de kilómetros de distancia, en los Pirineos. Había ya una proto estética que procurar a fin de construir un relato, el cual, conforme avanzamos en las galerías de la cueva, nos muestra escenas realistas: toros y rinocerontes a punto de ser cazados, bisontes que parten en estampida, personas mirando caballos a la distancia, rodeando íbex, gente decidida que va en pos de venados para cenar, otros que simplemente admiran leones. En alguna cámara hay representaciones fantásticas de seres imposibles. Es notable, asimismo, el uso de las rugosidades cavernarias con objeto de crear la ilusión de profundidad de campo visual. Vale la pena mencionar las manos impresas sobre las paredes de Gua Tewet, en la isla de Borneo. Empleando una simple técnica de soplido de polvos sobre las extremidades superiores dejaron impresa su voluntad de contar lo que sucedía en ese tiempo y espacio, con esa luz. También impresiona la cueva de Altamira, relativamente pequeña (270 m de longitud), debido a su techo decorado. En todos los casos existe un dominio franco de la luz y el espacio.

Miles de años de anonimato pasaron antes de que el mundo comenzara a llenarse de nombres. Por azares de la historia apenas sabemos que en 534 ane existió un tal Tespis, el primer autor conocido de tragedias en Grecia. Forbas, El joven, El sacerdote y Penteo son obras que sabemos de ellas de oídas. Hay quienes aseguran que son seudonímicas, dada la reputación como actor del mismo Tespis. Se le atribuyen, pero son de hechura anónima, quizás colectiva. Como en el caso de William Shakespeare, lo más probable es que se haya dado de todo un poco. Lo importante de Tespis es que introdujo una dinámica novedosa, al inventar el prólogo, el uso de la máscara y separar a un actor del coro.

También ha sobrevivido el nombre de Arión de Metimna, anterior a Tespis, ya que su literatura se ubica alrededor de 628-625 ane, aunque no se conserva ninguna de sus obras, apenas se conocen referencias en diversas fuentes. Otros autores de los que solo advertimos sus nombres y algunos títulos de sus obras son: Frínico (511 ane), quien escribió Perseas, Fenicias, Egipcios, Danaides, Anteo, Alcesres, Acteón, al parecer, algunas de ellas satíricas. Herodoto se refiere a Epígenes (siglo VI ane). Contemporáneo de Esquilo fue Ion de Quíos (ca. 490 ane), al igual que Prátinas de Fliunte, poeta lírico y creador del drama satírico. De Agatón de Atenas (426 ane) se dice que redujo a intermedios musicales el coro, desligado de la acción dramática. No tenemos testimonio de sus obras y nos atenemos a lo que Aristóteles nos cuenta.

Respecto del periodo clásico, que abarca los siglos V y IV ane, se sabe que Esquilo produjo alrededor de noventa obras, de las cuales solo nos han llegado siete, algunas de ellas manoseadas de manera imprudente, a juicio de Garibay. Otras se saben de ellas mediante breves fragmentos, perdidos en citas o recuerdos de terceros. De algunas sabemos el título y nada más. “Menos fecundo que su antagonista”, continúa Garibay, “Sófocles, de quien se mencionan 123 piezas dramáticas y aún menos que Eurípides, a quien se atribuyen 92, supera a ambos por la grandeza de su concepción, por la viveza de sus procedimientos líricos, por la venerable majestad arcaica de que está revestido. No tiene la atildada discreción de Eurípides, ni la perfecta elaboración de Sófocles, pero vence a los dos en grandiosidad. En Sófocles domina la voluntad de las personas sobre el Destino: es netamente humano.

En Eurípides la imaginación es más risueña y está regida por la inteligencia, asevera Garibay, es más artista. En Esquilo predomina el Destino avasallador, es decir, el futuro invencible. Su exaltación es más lírica que dramática. El humano desaparece ante lo inexorable y lo fatal. Eurípides es como el valle de Tempe, cuajado de flores y susurrante de abejas. Sófocles, como un friso ateniense de los días de Fidias. Esquilo tiene la majestad de aquellos riscos que dan sombra y misterio a los sagrados lugares del santuario de Delfos y la fuente Castalia. La tragedia de Sófocles solo es tragedia; el drama de Eurípides solo es drama, pero la tragedia de Esquilo tiene el aliento de tenpestad lírica y plasticidad de estatua épica. Es Homero y Píndaro fundidos en uno y superados.

Semejante literatura se hallaba dominada por dos visiones antagónicas sobre la naturaleza del tiempo. Una, la que sostenía Parménides de Elea, al afirmar que el ser o lo existente es uno e inmutable. Otra, la que arguía Heráclito de Éfeso, quien decía que la realidad es puro cambio e incesante devenir. La imaginación literaria de los autores que escribieron entonces puede considerarse una reflexión sobre el acontecer como imagen móvil de la eternidad y el movimiento perpetuo. Para ellos, la tragedia es un espacio donde danzan la luz y sus sombras proyectadas, por ejemplo, alrededor, sobre y debajo de la leyenda de Orestes.

La trilogía de este personaje atribuida a Esquilo implica el trastocamiento del espacio, al igual que en Los persas. En este último caso, al adoptar el punto de vista del otro, del enemigo en el hecho histórico que narra, Esquilo se aventura a navegar en espacio ignoto. Algo similar sucede cuando relata lo sucedido al Titán que tiene la ocurrencia de ofrecer el conocimiento tecnológico a los humanos. Por robar el fuego sagrado, esta luz útil, termina encadenado en las rocas del Cáucaso, humillado cuando una Fuerza lo visita. Le dice: “¡Cuán engañosamente te dieron los dioses el nombre de Prometeo: el que prevé las cosas…! ¡Ahora sí que necesitas un Prometeo que prevea en qué modo has de liberarte de esas ligaduras!”. Más adelante el prisionero revela sus verdaderos motivos: “Ellos (los humanos) veían sin ver, oían sin oír, y todas las cosas las llevaban en la mente embrolladas como los fragmentos de los sueños, por el largo curso de su vida. Ni siquiera sabían construir casas de ladrillos”.

Para Esquilo, quien combatió en la batalla de Maratón (490 ane), su rebeldía frente a los dioses es un acto de mera compasión. Al morir el dramaturgo en Gela, alrededor de 455 ane, su epitafio rezaba: “Los bosques de Maratón atestiguan su ardor guerrero. Supieron experimentarlo los medas de largos cabellos”. Ninguna mención de su éxito como autor teatral, a pesar de que su tumba fue objeto de culto y sacrificios por parte de muchos actores.

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