Se necesitan dos horas y media de trabajo para una paella, de modo que yo pasé por Concha Sada -que fungiría de pinche- a su casa, y nos presentamos a las doce en la de los Moreno Sánchez. Que ya nos tenían todo relativamente listo: el aceite, las carnes, los mariscos, las verduras, el azafrán, el arroz; y la leña y la paila. Manuel, que evidenciaba un formidable catarro, daba órdenes a sus mozos, y sus chicos y chicas “se acomedían” a allegar al jardín lo que yo iba pidiendo. El primer aceite se nos volvió un incendio, tanto porque los mozos arrimaron demasiada leña, cuanto porque yo suponía que ya estarían listas las costillas de cerdo cuando vertí el aceite -y apenas iban a descongelarlas-. Hubo algún otro y menor tropiezo porque en la cocina habían amanecido sin gas, y era necesario improvisar braseros y fogatas por otros lados para contar con agua caliente y para tostar el azafrán. Pero a partir de entonces, todo fue sobre ruedas, como conviene a los tranvías [Moreno Sánchez había sido director de los tranvías], hasta el momento en que, fiado en que todo lo que quedaba por hacer era aguardar a que el arroz se cociera en paz y lentitud, asentándose por sí mismo entre los jugos de las carnes y alcachofas, me trasladé a la cocina a batir la vinagreta para la ensalada. Fue entonces cuando Concha aprovechó mi momentánea ausencia para intervenir en la paella. Juzgó que convenía meter la cuchara en aquella ebullición, y con el lego auxilio de Manuel, revolvió las carnes y los mariscos, alteró el orden apacible, estableció el caos. Cuando volví, el espectáculo era desolador. Parecía que ya se hubieran servido. Era imposible coronar la obra de arte con los pimientos morrones y con su espolvoreo de perejil. De un Velasco, aquello se había convertido en un Orozco.
*Texto tomado del libro La Vida en México en el Periodo Presidencial de Lázaro Cárdenas, editado por Conaculta.