Los días nublados me llevan siempre a mi lugar favorito de la infancia: un rincón de la sala, atrás del sillón largo, cerca de los libreros de mi padre. Recuerdo con nitidez las mañanas en que las luces de los arbotantes y de las lámparas y focos del interior de las casas o de las aulas, prendidas como si fuera el atardecer y no la mañana, me ocasionaban una suerte de nostalgia prematura, la saudade de quien detecta el fin del mundo emergiendo tras las nubes oscuras de un mal día. Para paliar el desconsuelo solía llevar un libro de casa al colegio, aun cuando era obligatorio leer un libro de la biblioteca escolar al mes. Sin embargo, las biografías y los libros de viajes y los clásicos que abundaban en la oferta de la bibliotecaria (que pasaba con un carrito similar al de las cárceles o las empresas gringas, donde van repartiendo la correspondencia o mostrando los libros de la semana a los prisioneros interesados en la lectura), no podían compararse con la aventura que la colección de libros raros de mi padre guardaba como un tesoro en mi casa. Libros empastados en rojo, sin título alguno que identificara su origen, su autor o su tema. Mi papá había mandado a encuadernar igualitos todos los ejemplares de lo que acabó por ser una biblioteca ecléctica, llena de sagas de aventuras, de romances y de muchos títulos sobre la Segunda Guerra Mundial. Y mientras mis hermanos jugaban futbol en el garage de la casa, yo cerraba los ojos y sustraía alguno de esos tomos misteriosos con los cuales solía embarcarme por horas.
La lectura, sin embargo, nunca pudo ofrecerme el consuelo necesario aquellas mañanas nubladas y grises en las que imperaba el desconcierto de la luz eléctrica. Todo lo malo podía ocurrir en esas horas diurnas indefinibles, anómalas. Como aquella ocasión en que un auto embistió a la camioneta de mi madre a la salida de una bocacalle cuando nos llevaba rumbo al colegio. O cuando en la primaria o la secundaria nos hacían algún examen sorpresa. Pero ninguna de esas situaciones se compara con la catastrófica sensación que tuve un nublado mediodía de viernes, de tener frente a mis propios ojos el tan temido fin del mundo. Mi mundo.
El día que sufrí un intento de secuestro tenía unos 12 años, acababa de empezar la secundaria y experimentaba por primera vez el efecto catártico de la rebeldía. Como la mujer que se convirtió en araña por desobedecer a sus padres, así desobedecía yo a los míos. Me iba de pinta, escapaba de la escuela mediante engaños al portero, un español buena gente que nos asestaba temibles arengas si nos agarraba en una mentira. Nunca me convertí en nada más que en una de las cifras que han engrosado las estadísticas sobre la violencia que sufren las mujeres en los espacios públicos. Afortunadamente, todo quedó en tentativa de secuestro porque ese día no llevaba la mochila cargada de libros, ni los zapatos de gala. Iba ligera, con indumentaria de deportes. Ser capaz de correr sin nada que me lo impidiera fue una ventaja. Indudablemente, el conocimiento del terreno tantas veces recorrido (una calle poco transitada de la colonia Guadalupe Insurgentes en la ciudad de México) y la hora en que un ruidoso camión de la basura se adelantó a su horario regular con el estruendo de una campana que aún escucho en mis pesadillas, fueron factores que se coludieron en mi favor. En cuanto a las motivaciones internas para salir corriendo a todo lo que daban mis piernas, las hallé en el instante en que pude percibir un lejano resplandor de incendio en mi conciencia al vislumbrar el inminente fin de mi mundo, ese que me permitiría seguir escondiéndome en el espacio mínimo de atrás de un sillón para leer el resto de la inmensa biblioteca de mi padre.
Y corrí.
Empujé a una mujer que salía con el tambo de la basura y me colé en su casa. O en la de su patrona, quien al verme entrar como bólido, desencajada y sin habla me jaló del brazo hacia el vestíbulo de la hermosa vivienda. Ahí adentro, con esa mezcla de sensaciones que proporciona sentir lejano ya el peligro, escuché a la señora decirle a su empleada: “Cierra la puerta, María”.
– Pero señora, estos señores dicen que vienen por la muchacha, que la conocen.
– Cierra la puerta, te digo.
– Dicen que es su parienta…
El golpe de la puerta al cerrarse con violencia fue como el veredicto dictado a mi favor por un juez benévolo.
Ese día no se acabaría el mundo.
Ni muchos otros después.
Nunca acabé de leer toda la biblioteca de mi padre. Mi hermano mayor, cuando se casó, se encargó de llevarse muchos ejemplares a Europa. Se fue con su guitarra, su sombrero de charro y dos maletas llenas de mis amados libros.
Ahora sé que hay infinidad de finales para las historias. Y cada uno de ellos es un estallido, un colapso de estructuras, un derrumbe del ánimo que cae hacia el acantilado como cayó Edith, la protagonista paralítica de la novela de Stephan Zweig, Impaciencia del corazón.
Hoy por hoy me siguen pareciendo muy tristes las mañanas nubladas. Sé que cada una trae un estallido, una guerra perdida, una maleta llena de libros que nunca se alcanzarán a leer. Pero el esplendor en la hierba que decía el poeta inglés William Wordsworth, hará que la belleza subsista en el recuerdo.
Hoy el mundo renace en mi Kindle, en el cual voy juntando una biblioteca ecléctica, llena de sagas de aventuras y de aventuras históricas. Cuando los termine de leer podrá acabarse el mundo. Le doy permiso.