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miércoles, abril 24, 2024

Cuando mi Vecina Salió de su Confinamiento (y fue a Palacio de Hierro)

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Ahora que estamos regresando a la normalidad —según la Organización Mundial de la Salud—, recordé una historia perdida en los anales del coronavirus en Puebla.

Dicha historia habla de una célebre vecina mía saliendo de la cuarentena.

He aquí a la susodicha.

Mi vecina fue la primera en tomar su camioneta, encenderla, acelerar más allá de los diez kilómetros permitidos al interior del fraccionamiento, y salir a Palacio de Hierro como la señora de la canción de José Luis Perales, aquélla que no teniendo otra opción se colgó el bolso que le regaló ( el marido que se la pasa viendo partidos de la liga española de futbol) y se pintó, faltaba menos, la sonrisa de carmín.

Todo esto lo hizo apenas se enteró que en Puebla la economía regresaba de su encierro de cuatro o cinco meses, y Palacio de Hierro Angelópolis abría sus puertas de nuevo a los pecadores ansiosos de endeudarse bajo un modelo que no sé por qué me recuerda al de Bernie Madoff, el del esquema Ponzi: endéudese hoy y muera lentamente en 12, 24, 36 y hasta 48 meses.

Durante el confinamiento, mi vecina perfeccionó el arte de odiar al prójimo.

A la muchacha que todos los días le lavaba el water, por ejemplo, la llenó de calificativos racistas, clasistas y fascistas en estos 150 días, hasta que ella perdió la paciencia y le dijo lo que todos queríamos que le dijera: que se fuera mucho (pero mucho, mucho) a la meritita y cada vez menos prestigiada Chingada.

Ante esa situación, su sufrido Regino Burrón pasó a hacer los deberes domésticos (que incluye limpiar las caquitas del perro y el gato) en lo que ella hacía gimnasia rítmica escuchando viejos videos del profesor Vellanoweth y Evelyn Lapuente.

Mi vecina llegó a Angelópolis, se estacionó en una zona reservada para discapacitados, empujó la puerta como si estuviera en un saloon texano y empezó a repartir críticas.

Un joven que clavaba algo parecido a un clavo en una mampara de Adolfo Domínguez recibió el primer impacto:

—¡Ese tapabocas no sirve, joven! ¡Parece calcetín!

El muchacho sonrió divertido sin imaginar que estaba enfrentando el aletazo de una ballena asesina.

Desde un cubrebocas Hermès, mi vecina le preguntó a una dependienta por unas sábanas blancas de algodón egipcio de seiscientos hilos.

—Desas no tenemos, seño.

—¿Y de cuáles sí tienes, muchacha?

—Destas —dijo, señalando unas sábanas montadas en una cama queensize.

—¿Sólo tienes “destas” — dijo mi vecina, imitando el tono de voz de la señorita.

—Sí, seño, sólo hay destas.

Mi vecina se levantó el cubrebocas y metió su nariz en la sábana.

Entonces aspiró como si estuviera ante diez gramos de cocaína colombiana y llegó a la conclusión de que las sábanas olían a “shoquía”, que es como hueles los trastes mal lavados.

La señorita dijo que olían un poco a humedad debido a los cinco meses que la tienda estuvo cerrada.

—¡A humedad también huelen, pero apestan mucho a shoquía! —argumentó la Reina de la Contraargumentación.

No le quedó otro remedio que comprar las sábanas fabricadas en Santa Ana Chiautempan.

Antes de pagar, pasó de rápidito a Victoria’s Secret, donde adquirió dos panties color mamey, una pijama short de satén, un aceite corporal humectante Pink Coconut y una mascarilla para el rostro.

Tras entregar su tarjeta, sobrevino un conflicto: no tenía crédito porque había dejado de pagar cuatro meses la mensualidad.

Ella argumentó que cómo querían que pagara si la tienda estaba cerrada.

La señorita le dijo que a todos los clientes les habían enviado varios boletines informativos en los que ofrecían diversas opciones de pago.

—¡Pues a mí nadie me mandó nada, nena! ¡Con razón Alberto Bailleres está cada día más rico el miserable!

Irritada, sin nada en las manos, mi vecina abandonó Palacio de Hierro, pero también dejó en ese trance una buena parte de la razón que la había motivado a salir a la calle como la señora de la canción de José Luis Perales.

Su regreso al fraccionamiento no fue menos feliz, pues encontró a su Regino Burrón comiendo unas torta de huevo en la sala modular, al tiempo que veía un viejo video de Kim Kardashian.

Tras gritarle un par de peladeces, mi vecina mandó a su sufrido esposo al mercadito que se encuentra a unos metros del fraccionamiento para que comprara aguacates, pan blanco, chipotles, sopa de pasta, jamón endiablado, queso de puerco y una sandía.

Para humillarlo, le gritó a pulmón abierto —ya que el Gutierritos había tomado camino— que también comprara un manojito de perejil.

Todos los vecinos escuchamos el grito, y todos nos solidarizamos, secretamente, con él.

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