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martes, diciembre 3, 2024

Cartas de don Caralampio, molinero del Cerro

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Mujer mía: Una de las primeras necesidades de todo hijo de sus padres, tanto aquí como en todas partes, consiste en buscar luego, luego qué llevar a la boca; por eso no creo te sorprendas de que, acabando de tomar posesión de mi nido, me echara a volar en busca de alimento. Bajé a la fonda, y como buen batueco pedí de cenar, como todo cristiano lo hace a las siete de la noche; mas no puedes tener idea de las muchas risas burlonas que de todas partes salieron al punto que dije tamaña blasfemia. Azorado como un chiquillo que no sabe la lección, me quedé mirando a todos, y de aquí nuevas risas y nuevas burlas, que más y más me hacían asustar, hasta que un mozo adornado de un prolongado mandil, se compadeció de mí, y tuvo la complacencia de enseñarme en un idioma medio francés, medio indígena, que en los bodegones encontraría lo que buscaba. 

—Pues busco algo que comer, le dije algo amostazado. 

—¡Ah! eso es otra cosa, siéntese usted y le serviré. 

Luego supe que todo el motivo de aquel asombro era que yo había pedido cena, cuando en la culta, en la ilustrada Corte sólo se cena a las tres o cuatro de la mañana, y antes de esa hora todo se ha de llamar comida. 

Como mi estómago tiene muy poca gramática y muy poco diccionario, y lo que siempre le importa es estar satisfecho, maldito el caso que hizo de si lo que se le enviaba era comida o desayuno. El mozo empezó a ponerme platos y más platos todos con unos nombres muy ingleses o franceses, aunque el contenido era mejicano y muy mejicano. Comí pues en inglés, y en inglés me quedé con la misma hambre; pues, aunque me trajeron en un plato carne cruda, y en otro carne sin cocer, y en otro carne sin guisar, y en otro carne sin freír, quizá por haber sabido que venía de las Batuecas, que dicen son la línea divisoria de los salvajes, yo que hace muchísimo tiempo tengo el mal gusto de comer como los cristianos y no como los buitres, tuve que abstenerme, sin ser vigilia, de la manducación carnicera. En cambio, pude muy a mis anchas, si tal hubiera querido, echarme a nadar en un océano tibio que me pusieron delante, aunque me retrajo el color bastante turbio de la agua. Allá, como sucede en los pares polares, se veía una que otra navecilla representada por tal cual desertor grano de arroz. Ésa, decían, se llamaba sopa. 

¿Deberé hacerte la descripción de todos y cada uno de los platos con que fui regalado? Baste saber que el indómito novillo conservaba aun allí su bravura y fiereza, sin que le impusiera en lo más mínimo la vista de mi afilado cuchillo; que unos pichones se lamentaban tristemente de que los hubieran separado de sus padres y querían emprender el vuelo al nido, ni más ni menos que como los quintos que llevan voluntariamente en leva: que un conejo, acordándose de cuando pastaba libre por los campos, se me escabulló por toda la mesa al momento que quise hincarle el tenedor, y que un pescado, creyéndose autorizado para surcar el vaso de agua que allí había, y que él tomó por un estanque, se lanzó contentísimo a él, cuando yo pensaba darle honrosa sepultura en mi necesitado estómago. Quise desquitarme del chasco acometiendo los postres y los dulces; pero éstas no eran más que frutas cocidas con una puntita de azúcar, y aquellos tenían más de cuatro bemoles para dejarse dar caza impunemente. 

Me levanté de allí tan hambriento como me senté, aunque no tan pesado, pues fue preciso dejar en manos del afrancesado fámulo el importe de lo que había visto, más, su propina inexcusable que la reclaman, como un marqués su título o como un doctor su tratamiento. Verdad es que nada se había quedado entre mis dientes; pero por si forte, me pusieron un mazo de plumas, creyendo que fuese a extender un protocolo. 

Me eché a andar en busca de alimentos, puesto que allí me había sucedido lo que, en las comedias, que ponen gallinas de cartón y pasteles de madera, las cuales tienen para todos los convites, y en atención a que en todos los restaurantes (antes se podía decir fonda) con muy poca diferencia era lo mismo, me contenté con un pedazo de bizcocho que me había sobrado del camino y que me alimentó más. Pasé otra vez a la fonda a tomar un vaso de agua, y entonces, admírate: lo primero que vi fue a mi conejo emprendiendo nuevas escapatorias del plato de otro individuo que llegó después de mi salida. Aún le veía yo el surco que dejó mi tenedor en su endurecida piel, y las no menos profundas señales de las armas de su nuevo adversario en la valiente lucha que luego había emprendido; pero el animalito era viejo en el oficio, y sabía perfectamente escabullirse por cualquiera parte, burlando al más diestro cazador. En otra mesa vi al pescado que tan caro pagué, haciendo nuevas evoluciones para volver a nadar. 

Al día siguiente llevaron un almuerzo al cuarto inmediato al mío, y aunque bien disfrazadas las carnes que en la noche anterior se exceptuaron de la requisa que les hice, pude con facilidad conocer que bajo aquellos nuevos arreos iban antiguos conocidos. Creo que ellas mismas se acordaron de que si aún tenían ser lo debían a mi manumisión, y agradecidas más que un sobrino, emprendieron la carrera desde la mesa de la habitación contigua hasta la puerta de la mía, cuando aquel despiadado Nerón quiso sepultarles el cuchillo para devorarlas. No sé si fue más afortunado que yo, pero lo que sí creo es que, si ganó la victoria, lo debió sin duda a lo fatigado que estaban sus contrarios después de cuatro o cinco días de combates, y de tan diferentes ocasiones como habían pasado por las horcas caudinas de las cocinas. 

Porque debes saber que todo aquello que la voracidad humana respeta en una fonda o restaurant, sirve para estar saliendo a luz cada vez que se presenta algún nuevo consumidor, siguiéndose en esa parte el ejemplo de guerras intestinas que nunca se envían a batir a los enemigos sino soldados que no se dejan vencer, con lo cual se hacen interminables por una y otra parte, porque ninguno cede. Lo que queda intacto, porque no se deja atacar, se sirve bajo la misma forma por todo ese día: al siguiente se le da un nuevo barniz y se tiene por cosa diversa: lo que se dejó vencer en parte, porque en el todo es imposible, pasa a otra sartén, y con distintos colores y agregados se convierte en un nuevo guisado, haciéndole perder su nombre de bautismo, operación que se repite tantas veces cuantas lo permite la duración de la primera materia. Por consiguiente, no es extraño que un trozo de vaca se te presente con el nombre de carne prensada, y luego de rosbif, y luego de asado, y por último de olla podrida o albondiguillas, porque 

tiene más transformaciones que político tornasolado. 

Las fondas que aún conservan ese nombre hacen un estudio formal de ser las antípodas de los restaurantes en cuanto a la nomenclatura y sabor de los manjares; pero en cuanto a los disfraces y conversiones los imitan más que los liberales de México a los terroristas de Francia; y el que come en una de esas casas puede estar seguro que ha alimentado con sus desperdicios a más de cuatro, que si se les dijera no lo querrían creer. 

Cuando se entra a una fonda ni se saluda a nadie ni se ofrece a ninguno. Cada cual se consagra a sus trabajos y jamás pide ni da auxilios en los diferentes lances que ocurren. Tanto cuanto hay en las casas y en las calles de mancomunidad para los negocios ajenos, tanto hay en las fondas de abstracción y arrobamiento en la pieza donde comen muchos. Allí se ensimisma cualquiera y no ve otra cosa que lo que delante se le ha puesto; mas es preciso concederles la razón: todas sus facultades se absorben en dos cosas, en luchar a brazo partido con los platos que se presentan, y en no abandonar ni por un momento el que por fortuna se dejó sorprender, porque apenas se desvía un cristiano del plato que está saboreando mejor, cuando el criado, solícito más que para recibir la propina, alarga el brazo y en un abrir y cerrar de ojos lo hace desaparecer, con la intención quizá de que otros gusten de aquel apetitoso bocado. Unos platos, porque se desdeñan de alternar con un individuo, y otros porque los celan como muchachas bonitas y los alejan del precipicio, lo cierto es que casi los más vuelven intactos o poco mermados al lugar de su origen; y ya verás si los comensales tienen en qué entretenerse para perder el tiempo en salutaciones y ofrecimientos. 

Pero las fondas a pesar de esto son concurridísimas porque la mayor parte de los casados y la totalidad de los solteros van a ellas: los unos porque no tienen casa, los otros porque hacen vida independiente, y todos porque eso es de muy buen tono. Allí se dan convites, allí se pasan los días de fiesta, allí se lleva a una amiga que no se puede lucir en la ciudad, y mucho menos en la casa propia. Allí se reúnen muchas veces los antagonistas políticos deponiendo sus odios y sus rencores en las aras no muy limpias de la fonda, y ante la severa faz de un empedernido pavo. La gastronomía es el mejor medio para acabar odios y rencillas, pues se han visto hombres que han salido a batirse al campo, y que en lugar de matarse han ido a matar a una fonda el hambre común que les ocasionó el ejercicio y la emoción. 

Considérote hecha agua la boca; y más se te haría si pasaras por delante de uno de esos establecimientos y vieras como una provocación aves y pescados que se convierten en diablos tentadores y te dicen: “cómeme, cómeme”; pero que cuando te llegas a ellos se te escabullen y vuelven al muestrero a engañar bobos, y a convidar con su apetitoso talante a los descendientes de Eliogábalo. No te dejes enredar, que aquí más que en ninguna parte, es todo tortas y pan pintado. Adiós, adiós te dice tu chasqueado. —Caralampio. 

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