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miércoles, enero 15, 2025

Carl Djerassi, químico del arte

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Carlos Chimal 

 

La obra de Carl Djerassi ha tenido una poderosa influencia no solo en el ámbito de la ciencia, también ha dejado su huella imborrable en las relaciones socio–políticas de nuestra época, así como en la comprensión de la cultura y el desarrollo del arte.  

Mientras me aproximo al edificio de Russian Hill, donde él posee los dos departamentos de la azotea, me pregunto si hay alguien que pudiera oponerse a que Carl sea incluido entre los protagonistas de la ciencia contemporánea, a pesar de que no obtuvo el Premio Nobel. 

La Colina Rusa es la loma más elevada de la bahía de la ciudad norteamericana de San Francisco. El edificio, cuya puerta me abre un botones, se levanta sobre el montículo más elevado de la urbe. Es decir, la vista de Carl Djerassi resulta inmejorable, insuperable. Salgo del elevador, en el pasillo ya me espera él. Es imposible no darse cuenta de que las paredes y el techo han sido pintados de un profundo azul cielo, representando en ese firmamento unas constelaciones curiosas. 

Fotogramas tomados de la entrevista con el autor.

Lo que uno contempla es el símbolo astrológico del Cáncer junto a las fórmulas de las moléculas correspondientes a la primera píldora anticonceptiva femenina, que él contribuyó a su creación, así como a la hidrocortisona, por la cual recibió cuantiosas regalías. Carl recuerda esos días. 

“Los laboratorios de Syntex se encontraban en un segundo y flamante edificio en la Ciudad de México, precisamente en la calle Laguna de Mayrán, donde debería al menos colocarse una placa conmemorativa. Fueron días intensos y llenos de imaginación, No había muchos desarrollos inmobiliarios por la zona en esos días; recuerdo que en la esquina únicamente podían comprarse tortillas”, asegura. 

Cuando Syntex cumplió su quincuagésimo aniversario, Carl fue invitado a la ceremonia. 

“Jorge Rosenkranz, Alejandro Zaffaroni y yo decidimos regresar al sitio donde se llevó a cabo el principal trabajo de la primera píldora anticonceptiva femenina y la cortisona”, comenta. “En ese momento ya solo quedaba un garage. Entonces me acerqué a una pared grabé mis iniciales: Rosenkranz y Zaffaroni me secundaron”. 

Si ha existido la excentricidad entre los pensadores de nuestros días, Djerassi fue uno de sus principales exponentes. Derrotó a grandes luminarias de la química, como Robert Woodward, quien con su sofisticado equipo material y su grupo de talentosos colaboradores en Harvard no pudo frente al joven doctor Carl, algunos destacados químicos mexicanos (en particular, Luis Ernesto Miramontes Cárdenas) y una veintena de operadoras locales, quienes en los laboratorios de Syntex de la Ciudad de México consiguieron ganar la carrera por la primera píldora anticonceptiva femenina.  

Fue el ídolo de muchas mujeres, mientras que otras lo calificaron de un demonio; siempre se negó a ser catalogado como “el padre de la píldora”.  

“Es solo una sustancia química que puede ayudarnos a vivir mejor, no una panacea”, me dijo, “prefiero considerarme como un generador de arte”.  

Fue un hombre polémico, sin tapujos; criticó fuertemente a quienes establecen diferencias entre lo que es natural y lo artificial. “Todo es natural, las plantas, los animales, insectos, humanos transformamos y creamos artificios. No existe lo artificial”. 

También supo relacionarse con el magnate del petróleo, Armand Hammer (amigo personal de Vladimir I. Lenin), quien financió las investigaciones que lo llevaron a la primera síntesis de la hidrocortisona, si bien la cortisona fue sintetizada por primera vez en los mismos laboratorios Syntex, junto a Jesús Romo y Octavio Mancera.  

De hecho, las novelas y obras de teatro que escribió son originales y sorprendentes por su manera de observar el mundo, sin hablar de su notable colección de pinturas y de arte prehispánico, buena parte donada al Museo de Arte de San Francisco. De igual forma cedió una colección personal de dibujos de Paul Klee al mismo museo.  

“¿No cree que los signos abreviados de dicho artista tienen algo de desparpajo, de burlesco?”.  

Más allá de la abstracción llamada “geométrica”, el énfasis en asuntos clave de la pintura, como son el punto, la línea, el plano, el color, no están muy alejados del lenguaje poético y su proceso creativo, cosa que nos permite entender propio método de Carl para encender la imaginación.  

Baste un sencillo ejemplo. El rancho en California que convirtió en retiro para artistas llevaba el nombre de SMIP, que, según me dijo él, significaba dos cosas, una en inglés: Syntex Made It Possible, refiriéndose a la invención de la píldora; y otra en latín, Sic Manebimus In Pace, que en español significa “Así nos mantendremos en paz”.  

Carl me invitó al estreno en un céntrico teatro de San Francisco de Oxígeno, obra escrita junto con nuestro querido colaborador, Roald Hoffmann, y cuyo tema es el valor y el drama que conlleva querer ser el primero en algo, en este caso haber descubierto el elemento químico que llamamos oxígeno. No podía dejar pasar esa excelente ocasión para entrevistar a uno de los protagonistas de una forma de novelar que surgió en la década de 1990, una especie de costumbrismo cientificista, por llamarlo de alguna manera.  

Hablamos del gusto por contar historias; de sus amigos, el fotógrafo francés, Henri Cartier-Bresson, y el dramaturgo Tom Stoppard. ¿A quién admira Carl? 

“Iris Murdoch me influyó notablemente. Debo mencionar a Tom (Stoppard) y a un autor británico, David Lodge; respecto de este último, llama poderosamente mi atención, pues si yo hago “ciencia en ficción”, él escribe “literatura en ficción”. Es decir, crea ensayos iluminadores acerca de las relaciones humanas entre los escritores. También me gusta mucho la poesía de Wallace Stevens”, afirma. 

Lo primero que saltó durante la conversación fue el hecho de que algo había pasado en el mundo en el momento que Galileo decidió escribir sus famosos Diálogos de la forma en que lo hizo y no de otra. Esto es, en vez de comunicarse en latín, como era la costumbre, lo hizo en italiano. Además, se preocupó por inducir al lector a que obtuviera sus propias conclusiones, sin imponerle supuestas verdades eternas. 

Desde entonces el acercamiento del objeto científico y el motivo literario ha ido creciendo conforme gente de ciencia y literatos ensayan el tema. William Wordsworth destejió el arcoíris y escribió vigorosa poesía sobre ello.  

“Voltaire hizo surcar a su Micromégas por los planetas errantes”, afirmó Carl, “en cierta forma como lo hicieron con sus personajes Osip Mandelstam, Mijail Bulgákov, Raymond Rousell, Lifcadio Hearn, Nathaniel Hawthorne, Jean-Marie Gustave Le Clézio, Adolfo Bioy Casares, Jorge Luis Borges, Lewis Carroll, Ismail Kadaré, Milorad Pavic”.  

Le recordé una inspirada novela de Daniele del Giudice (Atlas Occidental) sobre el sentido del descubrimiento. Michelle Houlebecq había publicado una extraña ficción, tejida alrededor de la física de las partículas atómicas. Dan Brown, el autor del éxito de librería, El Código de Vinci, lanzó un relato en el que el asunto (el supuesto robo de la antimateria) tiene que ver con la física más teórica y pura que existe (Ángeles y demonios). La Ficción Científica, opuesta a la Ciencia Ficción, parecía estar experimentado un auge nunca visto. 

Carl Djerassi fue un avezado explorador de las relaciones y sentimientos íntimos de personajes, cuyas vidas acontecen en laboratorios de investigación científica y alrededor de congresos a los que asisten personajes célebres de ese mundo intelectual, autocracia sumamente jerarquizada y donde rige la habilidad de resolver los enigmas que plantea la realidad.  

“Las y los investigadores de ciencia conforman una tribu cultural alejada del público”, afirma, “están muy entretenidos observando, analizando la realidad con gran detalle, pero se olvidan de su propia realidad emocional. Mis novelas y obras de teatro llaman la atención sobre esta omisión. Me interesa el público en general, sin duda, aunque también me interesa mucho sacudir las conciencias de científicas e investigadores ensimismados, trato de explorar su comportamiento ante los demás y en su propia intimidad”. 

Un cuento suyo es una obra maestra del relato breve con final sorpresa, donde la ficción se confunde dulcemente con la realidad. Se intitula Cómo derroté a la Coca-cola. Carl exhibe ahí su sagacidad, su enorme capacidad histriónica a través de la palabra, su profundo humanismo. En este cuento, la naturaleza y el universo, los dos factores primordiales de la realidad, están entretejidos porque las cosas suceden y son nombradas.  

Según me comentó mirando la bahía, con su emblemático puente colgante que se tiende hacia Oakland, quizás lo mejor de esta novelística, donde o bien los científicos son los personajes principales, o sus ideas guían la trama, es el haber aprendido a evitar los riesgos de las metáforas, de no adjetivar a la ligera, tanto en la indagación científica como en la práctica literaria.  

La propuesta literaria de Carl fue ambiciosa, en particular a lo largo de su tetralogía formada por El dilema de Cantor (FCE, 1993), El gambito de Bourbaki (FCE, 1996), La semilla de Menachem (FCE, 2000) y NO (FCE, 2003). En esas páginas se dio a la tarea de ofrecernos una lectura fresca, original, del acontecer humano a la luz de los descubrimientos científicos y el surgimiento de las ideas que conmovieron el mundo, como el darwinismo y la mecánica cuántica, por citar dos casos conocidos, enmarcada en un realismo que, no obstante, puede adquirir matices fantasiosos.  

El precio de la fama y la conducta de aquellos que desearían llegar a la gloria de ser reconocidos, las necesidades atávicas y las obsesiones de un juego en el que no existen las medallas de plata ni de bronce, y donde lo único que importa es llegar primero, es el meollo de El dilema de Cantor 

“Esta novela despertó la curiosidad no solo entre los lectores legos, sino también entre el mundo académico”, comentó Carl, “de manera que se incluyó como lectura en los primeros cursos que se dieron formalmente en universidades, incluso en preparatorias, sobre ética en la investigación científica, sociología de la ciencia, Ciencia, tecnología y Sociedad”. 

Carl usa La semilla de Menachem para retratar la confianza en el valor personal y la búsqueda de un mundo renovado por la posibilidad de la fertilización in vitro, a diferencia del mundo que se hace viejo, como nos muestra en El gambito de Bourbaki.  

En NO, novela que fue lanzada al mercado dos años antes del Viagra, relata el descubrimiento del óxido nítrico como agente responsable de la función eréctil en los hombres, sustancia que también es, ironías de la vida, un desecho muy corrosivo de la industria moderna, el mismo compuesto que provoca la lluvia ácida.  

Otros dos libros esenciales de Carl son la novela Marx el difunto (FCE, 1996) y la autobiografía La píldora, los chimpancés y el caballo de Degas (FCE, 1996). 

Djerassi nos permite mirar desde adentro el impacto de las necesidades e intereses industriales en las comunidades científicas, en este caso en las empresas biotecnológicas. Como un Balzac de nuestros días, retrata los principios naturales que rigen a las sociedades humanas a partir de la evocación de su época. Su gusto por abordar estos temas en su teatro es una respuesta a una corriente que también ha utilizado con más o menos fortuna la ciencia como una fuente de metáforas y analogías en un escenario. Tal es el caso de Tom Stoppard y Michael Fryn. 

Uno de los primeros ejercicios de esta nueva estética ejercida por él a manera de teatro, fue tomar como pretexto los inicios de la biología reproductiva en la obra Inmaculada concepción furtiva. El sexo en la era de la reproducción mecánica (FCE, 2002). Más tarde escribió, junto con nuestro amigo y colaborador, Roald Hoffmann, la obra intitulada Oxígeno, acerca del descubrimiento del oxígeno y convertirlo en una obra de teatro estrenada en San Francisco y luego representada en Londres.  

Su asunto es el valor y el drama que conlleva querer ser el primero en algo, empeño que guió la vida de Carl. Además, fue una excelente ocasión para hablar con uno de los protagonistas de una forma de hacer ficción que surgió en la década de 1990, una especie de costumbrismo cientificista por llamarlo de alguna manera.  

La obra empieza con un grupo de investigadores y hombres de ciencia de nuestros días, quienes en su descanso entre labores charlan sobre el más grande descubrimiento, según ellos. ¿A qué científico del pasado habrán de otorgarle un equivalente del Premio Nobel, esto es, un “retro” Nobel?  

Puesto que los personajes son químicos, pronto se ponen de acuerdo en cuál es el más grande descubrimiento de la humanidad, pero les cuesta trabajo elegir quién fue el descubridor del oxígeno, el elemento natural que es esencial para la vida y la industria humana. ¿Quién fue el primero? 

La trama transcurre tratando de dilucidar cuál de los tres ilustres científicos de la época (siglo XVIII) debe llevarse el “retro” Nobel, pues los tres publicaron sus resultados con diferencia de meses. A pesar de los avances tecnológicos, en esa época las comunicaciones no eran tan rápidas como hoy en día y los celos humanos eran los mismos.  

¿Acaso fue el distinguido y desgraciado Antoine Lavoisier en París, guillotinado durante la Revolución? ¿Habrá sido el estricto teólogo inglés, Joseph Priestley, o el oscuro boticario sueco, Bernard Scheele? Para Lavoisier y Priestley lo más importante era encontrar qué se había producido en sus experimentos. Sin embargo, también importaba obtener la primicia. La obra nos muestra a un Scheele más interesado en saber, más que en competir.  

“Fue Scheele quien aisló por primera vez oxígeno, Priestley se convirtió en el primero en publicar sus hallazgos, Lavoisier fue el primero en entender el fenómeno que sucedía ante sus ojos”, asevera. “¿A quién debe dársele la primicia? Recordemos que en este juego no hay medallas de plata y bronce, solo el descubridor y el inventor son reconocidos”. 

A diferencia de éste y Priestley, quienes seguían creyendo en un elemento extraño que “desaparecía y se reunía con el éter”, llamado flogisto, Lavoisier pensaba en la oxidación. Lo que nos quieren decir Djerassi y Hoffmann en su obra de teatro, según me dijo Carl, es que no solo importa quién lo vio primero sino quién lo entendió por primera vez.  

De esta manera, si bien Scheele realizó sus experimentos pocos meses antes que los de Prestley y Lavoisier, como he dicho, los dos primeros creían que se trataba de otra cosa, enigmática e inescrutable. En cambio, Lavoisier entendió que se trataba de la existencia de un elemento químico hasta entonces desconocido por los humanos como tal.  

Carl Djerassi y Hoffmann abordan en su obra los problemas de ilusión y realidad que suceden en nuestro mundo y la percepción que los humanos tenemos de él. Los empuja la necesidad de representar el mundo, en lugar de describirlo.  

La obra con la que concluyó su trilogía teatral se llama Cálculo, la cual fue representada en el New End Theatre de Londres y llevada a la pantalla por la BBC, reabre el asunto espinoso alrededor de la invención del cálculo, disputa que duró treinta años. ¿A quién debe reconocérsele la primicia? ¿A Isaac Newton o a Gottfried Leibinz? 

“No existen los héroes buenos en este caso”, concluyó, “ni tampoco malos del todo; se trata de humanos conscientes de su talento y que tratan de demostrarlo ante los demás. No son criminales y ni dictadores sanguinarios, solo padecen por sus propios demonios”. 

Se abre el elevador que me llevará al vestíbulo. Me despido de Carl, echo un último vistazo a la constelación de moléculas químicas que lo hicieron célebre. ¿Y qué es todo esto sino una escenografía puesta en el tiempo para que los lectores comprendamos lo que significa ser humano? Al caminar por las empinadas calles de la ciudad pienso que su obra es clave porque confirma la vocación estética que lo llevó a hacer de la química un arte y de la literatura una ventana abierta a parajes claroscuros de la ciencia. 

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