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jueves, noviembre 21, 2024

Andrés Manuel conversa con Andrés Manuel a la sombra de una ceiba

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En un relato maravilloso llamado “El otro”, el viejo Borges se sienta en la banca de un parque en Cambridge, al norte de Boston, y descubre que el joven que se ha sentado a su lado, silbando en el estilo criollo una pieza —La tapera, de Elías Regules— es él mismo.

El diálogo entre ambos es circular, pues el viejo Borges le dice al joven Borges lo que será de su vida casi al detalle.

Esto viene a colación porque en la política nacional estamos viviendo un extraño fenómeno plagado de analogías con el relato de Borges.

Vea el hipócrita lector:

Andrés Manuel terminó su período presidencial y se retiró a la vida privada, pero otro Andrés Manuel —su hijo—, muchos años más joven, está ocupando su lugar imperceptible, pero tronantemente.

Andrés Manuel hizo su equipaje y se fue a algún lugar del mundo.

Nadie sabe dónde pernocta ni a qué hora toma la siesta.

Es claro que no está en su quinta de Palenque.

(Varios reporteros han ido a buscarlo ahí sin la menor suerte).

Tampoco parece estar en su casa de Tlalpan.

Afuera de su privada o pequeño fraccionamiento no está la Guardia Nacional ni el ejército.

Una modesta patrulla de la alcaldía cuida seguramente a Beatriz Gutiérrez Müller y a su hijo Jesús Ernesto.

Pero de Andrés Manuel nada se sabe.

(Es un decir).

Porque Andrés Manuel está más vivo que nunca a través de su hijo Andrés Manuel, quien maneja con gran habilidad el partido Morena, cuya presidenta es Luisa María Alcaide.

En cada asamblea, dicen los reporteros asignados a esa fuente, los morenistas puros se toman más selfies con Andrés Manuel que con Luisa María.

Son más los abrazos que llueven en su milpa.

Y de un tiempo a esta parte, la “línea” de Andrés Manuel sale de la boca de Andrés Manuel.

Es claro que el hijo sabe dónde está el padre.

Incluso podría creerse que es de los pocos que lo ven y hablan con él.

Hay severas dudas borgianas que conducen a creer que ambos habitan la misma casa y que conversan largamente.

Por eso queda claro que lo que dijo Andrés Manuel en una reunión privada con diputados y senadores de Morena es una verdad brutal: “Hay que cuidar el legado del líder de este movimiento, y el líder de este movimiento se llama Andrés Manuel López Obrador”.

Imaginemos a Andrés Manuel sentado con Andrés Manuel en una banca de una casa con jardín, y hablando del pasado, el presente y el porvenir.

Recreando, ambos, a su manera, ese maravilloso relato de Borges intitulado “El otro”.

 

 

Un pintor cubano que baila guaguancó. El 25 de noviembre de 2016, el gran pintor cubano Carlos Luna inauguró una exposición suya en Oaxaca y presentó el libro alusivo a su obra, libro al que fui convocado como comentarista.

Ya por la noche, rodeados de sus cuadros, cenábamos y brindábamos cuando Alejandra Gómez Macchia nos anunció que había muerto Fidel Castro, tan odiado por Carlos y su familia cubana.

Ahí estaban, entre otros, la brillante Claudia Luna, su esposa, y el gobernador Gabino Cué.

Este jueves, en Puebla, Carlos Luna inaugurará una exposición maravillosa en la Galería de Arte del Complejo Cultural Universitario de la BUAP, misma que permanecerá varias semanas.

Como un homenaje a su talento, me permito reproducir las líneas que leí aquella noche oaxaqueña:

La obra de Carlos Luna me recuerda inevitablemente a una isla rodeada de agua: Cuba. Y a una ciudad con una delirante calle llamada Obispo: La Habana. Y a un escritor que hubiera estado feliz ––regocijado–– viendo, por ejemplo, El Gran Mambo: Guillermo Cabrera Infante. De él son estas líneas con las que quiero abrir mi participación porque me recuerdan a esa isla rodeada de agua que tanto tiene que ver con Carlos Luna y con su obra:

“Las islas surgieron del océano, primero como islotes aislados, luego los cayos se hicieron montañas y las aguas bajas, valles. Más tarde las islas se reunieron para formar una gran isla que pronto se hizo verde donde no era dorada o rojiza. Siguieron surgiendo al lado las islitas, ahora hechas cayos y la isla se convirtió en un archipiélago: una isla larga junto a una gran isla redonda rodeada de miles de islitas, islotes y hasta otras islas. Pero como la isla larga tenía una forma definida, dominaba el conjunto y nadie ha visto el archipiélago, prefiriendo llamar a la isla isla y olvidarse de los miles de cayos, islotes, isletas que bordean la isla grande como coágulos de una larga herida verde.

Ahí está la isla, todavía surgiendo de entre el océano y el golfo: ahí está”.

El libro que hoy presentamos es una prueba contundente de que el arte de Carlos Luna no sólo tiene que ver con la pintura o la escultura, sino con el alma misma del artista: un alma que se niega a despojarse de los elementos que lo vienen marcando desde niño.

Tiene razón Bárbaro Martínez cuando escribe en el ensayo que abre el libro que “Luna insiste en narrar una historia personal, que se transforma en una crónica y no depende de impresiones sensoriales. Luna ––nos dice–– intenta articular una poética que no está completamente relacionada con el mundo de las impresiones. Los elementos representados en (El Gran Mambo), como ojos, tijeras, cuchillos, bocas abiertas, zapatos, piernas, flores, gallos, cafeteras, genitales, teléfonos, manos, una deidad yoruba (Elegbá), aviones, y suplementos verbales, entre otros, no son meras referencias físicas y ópticas a estos objetos, sino más bien renombramientos. Esto se relaciona con el hecho de que el poder de Ifá está en la lengua, en renombrar las cosas, en volver a dotarlas de alma”.

Hasta aquí la cita de Barbarito Martínez, como cariñosamente llama Carlos Luna al crítico de arte. Borges lo escribió a su manera:

“Si (como afirma el griego en el Cratilo) / el nombre es arquetipo de la cosa / en las letras de rosa está la rosa / y todo el Nilo en la palabra Nilo”.

En otro texto luminoso ––Borges y yo––, el poeta y narrador argentino lo dice más claramente:

“Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre”.

Carlos Luna quiere perseverar en su obra: sus gallos eternamente quieren ser gallos. Su Gran Mambo es una invitación a ese ejercicio. La obra de Carlos Luna es producto, sin embargo, de otras experiencias visuales. Su cerebro y sus ojos están conectados por algo que podría ser una limitación para algunos, no para él. Así me lo dijo en una entrevista que le hice hace algún tiempo:

“Cuando estoy viendo un formato grande en un espacio cerrado mi ojo tiende a reducirlo. Lo descubrió un doctor que me hizo un examen del cerebro. Me dijo que mi cerebro, cuando se concentra en un objetivo, tiende a desechar lo que no necesita para actuar. Y el ojo lo reduce”.

Esta manera de mirar el mundo nos explica muchas cosas de su pintura. Los cuadros de Luna no se pueden ver sólo de lejos: hay que acercarse a ellos con una mirada microscópica: la mirada que el artista nos presta para ver su obra.

Luna quiere llenar todo el espacio. Padece, faltaba más, del célebre “horror al vacío”. No le gusta dejar un solo hueco. No podría ser de otra manera: los cubanos son barrocos por naturaleza.

Como Marcel Proust, como José Lezama Lima, Luna padece asma desde niño. Su abuela Juliana, con quien pasó algunos de los mejores años de su vida, lo ayudaba cuando era víctima del hongus focus. “¡Respira, respira, contrólate!”, le gritaba para darle ánimos. Y así salía de sus crisis. Cuando Luna me narró esa escena no pude dejar de pensar en unas líneas vibrantes de Lezama Lima sobre el asma: “Vivo como los suicidas, me sumerjo en la muerte y al despertar me entrego a los placeres de la resurrección. Mi asma llega hasta mí en dos ondas: primero, desaparece por debajo del mar, y luego arriba al gran acuario donde todos los peces saborean el mundo. (…) Me consuela pensar en la infinita cofradía de grandes asmáticos que me ha precedido. Séneca fue el primero. Proust, que es de los últimos, moría tres veces cada noche para entregarse en las mañanas al disfrute de la vida. Yo mismo soy el asma, porque a la disnea de la enfermedad he sumado también la disnea de la inmovilidad. Aquí estoy, en mi sillón, condenado a la quietud, ya peregrino inmóvil para siempre. Mi único carruaje es la imaginación, pero no a secas: la mía tiene ojos de lince”.

Esta larga cita se reencuentra con Luna en la última imagen. Y es que este pintor, como la imaginación del gran poeta cubano, también tiene ojos de lince. Con ellos captura todos los días imágenes entrañables ligadas a sus dos abuelas, a su padre esquizofrénico, a sus pasos de baile en los barrios calientes de La Habana:

“Mi’jo, cántale a la vida, porque puede ser muy jodida”, le decía su abuela Ramona. Y vaya que Carlos le hizo caso. Ahí está su obra como muestra: la obra de un hombre infinitamente feliz. Juliana, su otra abuela, además de llenarlo de vida le contaba historias todo el tiempo. Y de ahí sacaba frases formidables. “Eres un espíritu viejo en un cuerpo niño”, le decía detrás de su vieja máquina de coser Singer. Aunque hubo días en que también le compartió tristezas: “No importa que yo no pueda salir de este país. Estoy como en una prisión, pero mi mente y mi espíritu son libres. Nadie los puede apresar.”

Sus dos abuelas están presentes en todo lo que dibuja, pinta o esculpe. Hay en su obra una celebración permanente. Barbarito Martínez lo dice mejor: “El Gran Mambo es una especie de construcción sublime de una crónica de viaje desde Cuba en los años 80, pasando por México, hasta su llegada y establecimiento en Estados Unidos de América, ya en este siglo. En este contexto narrativo, la trascendencia implica una autoexploración personal”.

A esa primera autoexploración hace alusión Carlos Luna en la entrevista que me dio en la ciudad de Puebla:

“Crecí rodeado de tradiciones. Mi familia era un matriarcado. Mi abuela Juliana ponía las cosas en orden. Cuando se casa con mi abuelo, éste compra una máquina de coser Singer. Mi abuela había sido educada para ser un ama de casa exquisita: sabía cocinar, bordar, había estudiado en un colegio católico en La Habana para ser un modelo de esposa. Pero mi abuela decía: ‘soy católica, apostólica, romana y ‘chambelonera’, porque soy cubana’. A Juliana le encantaba el café. Era muy celosa con su café. Cuando mi abuelo compra la Singer, se la arman y le dice: ‘Mira, Juliana, aquí está la Singer, la mejor máquina de coser, bla-bla-bla…’. Entonces mi abuela le da un sorbo a su café, y le dice: ‘Genaro, si usted necesita compostura, contrate un sastre. Yo no coso para nadie’. Te estoy hablando de 1937. Mi abuela volvió a coser el día que nací. Fue a verme al hospital. Vio que todo estaba bien, y dijo: ‘Él es especial’. Entonces sacó sus ‘agujitas’ y se puso a tejer unas chambritas”.

Desde algún cielo tropical doña Juliana debe estar mirando a su nieto con los ojos felices, satisfecha, oronda, segura de que tenía razón cuando dijo “él es especial”. Vaya que lo es. Por eso estamos aquí reunidos, querido Carlos, para celebrar las bodas de la experiencia y la inocencia en todo lo que tocas y pintas y dibujas.

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