En los años sesenta, el Portal Juárez de Huauchinango olía a cocina. A manteca. A manos de Columba. A enchiladas. A salsa verde. A las telas de los Pablo, los Farjat, los Zegbe. Al café de Anita Sanén. A las carnitas y los cueritos de “Los Cuinos”. A los relojes viejos del señor Morales. A los periódicos de don Rutilo y doña Alcira. A las patas y las prendas miserables de los marchantes que pernoctaban la noche antes del sábado. Día de plaza y de espíritus.
El zócalo de Huauchinango olía a farmacias, a boticas. A la Farmacia Vargas, con Cuquita obsequiándoles remedios y jarabes a los que no tenían. La subidita de la calle Cuauhtémoc, por la Academia Medina, olía a muchachas frescas. A primeras reglas. A caricias fugaces en la tarde. Al olor a lápiz de los profesores. Al pan de huevo del panadero. A las maderas rudas del carpintero. Al perfume de Elvira Lima. A la jarciería del señor Lazcano.
La tienda de Silvita y don Cristóbal olía a tortas de jamón y a leche hervida. A paletas rellenas. La tienda de don Ezequiel, a café con leche y pan.
La calle de Corregidora olía a Mamá Guillitos, a los zapatos baratos que vendía Lucha Picazo, al refino de los De la Madrid, a los perfumes de Amelia, a los moles de doña Angelita, a las tortillas de las hermanas Rodríguez, a las medicinas del doctor Cuervo, a los cortes del sastre Senén Escamilla, a los cerdos cochinos de Laureano, en el Mesón de los Guerrero. Al maíz del Checo y su abuelita, a los pulques de la cantina “La Violeta”, de donde todos los días salían “El Querreque” y una horda de borrachitos, fruto maduro para los topiles de la época. Olía al piano viejo de don Panchito Tonalapa. Olía a las hierbas de doña Paula y doña Eva, la fiel esposa del Charro, quien tronaba el empacho y chupaba la mollera como pocas. La calle de Corregidora olía a las canciones del profesor Melo, a Esperanza Meneses y sus jeringas –de paso siempre–, a las plantas y flores de doña Leonor Farjat, con sus canciones y su voz entrañable de soprano media.
Olía a las eternas señoritas Suárez. A Pepita y sus coloretes para las chapas, y sus ungüentos y pomadas de La Campana. Olía a los senos de Celeste y a los perros del Molos. Olía a la tienda del Pico y doña Mary. Olía al sexo de una trapecista de algún circo de pueblo que un día despertó siendo muchacha y se horrorizó de su propia menstruación. Olía a las sábanas de Estela y Margarita. Olía al “huarachudo” que mi prima Lori veía hasta en sueños. Olía a los perros, enormes, de los hijos de Rubén Rivera, El Pata. Olía al petróleo que vendía Lolita Trejo, abuelita de Óscar y de Olga Ramírez. Olía a los pinos de don Jorge Carranza y, más abajo, a puerco, a marrano, a cerdo, a cochino. Y a verduras tristes. A apio, a berenjena, a toronjil, a epazote, a fonda de mercado, a carne recalentada y ropa de difunto, y un aroma de grasa de chorizo. A la carne de don Valdemar, a la jarciería de doña Joaquina Lazcano y don Porfirio Navarro, a peluquería de paisaje, al pulque de los Amador y de don Pepe Calderón con su armónica y sus canciones de arriero, a la leche y a los quesos de “La Vaquita”, y a la humedad convertida en niebla de ese pueblo que nos vio nacer.