Conocí al personaje de la presente trama en uno de los momentos más complejos de mi vida. En un funeral.
En el desarrollo del acto póstumo de quien fuera mi gran mentor en las artes políticas, inició nuestra conversación verbal.
(Previamente habíamos sembrado complicidad vía twitter, con el cruce de información periodística de trascendencia política).
Pareciera que en ese espacio de duelo, mi mentor y gran amigo en común, hubiera hecho la cita última para amistarnos. Para no poner fin a las largas conversaciones que eran guiadas por el poeta periodista; como si se trataran de piezas sinfónicas alimentadas por la euforia de la batuta.
Empecé a reconocer en él, al momento del primer diálogo, una auténtica aura poética. Aura que, más allá de las vicisitudes políticas, mantenía la paz y confianza del alma eternizada por la juventud.
Semanas después nos reunimos para comer.
A la cita llegó, sosteniendo bajo el brazo, a tres de sus creaciones.
Después de la larga charla, al llegar a casa, me incrusté en cuerpo y alma en la novela política.
Terminé de leer la robusta novela en tiempo récord.
Nada impedía que yo consumiera insaciablemente las páginas; ni siquiera mis responsabilidades burocráticas de ese momento.
En aquella autobiografía (en forma de novela) entendí, que Juan Pablo Vergara era parte esencial de la trama política poblana. Entendí porque se convirtió en un indispensable del relato del poder; y cómo su irreverencia y osadía (en el mundo político de las buenas formas) se convirtieron en su gran virtud.
Caí en la reflexión posterior y comprendí que su aparente rol de columnista era sólo la fachada de Juan Pablo. En realidad, Juan Pablo ha tenido el rol de consejero del poder.
El Fouché o Maquiavelo de la aldea poblana, hacía de la prosa y de la poesía un manual político.
Nunca antes fue tan personalizada y encarnada en una pluma (de escritura individual), la acepción del cuarto poder.
Después de masticar y digerir provechosamente el miedo y el asco; pasé a degustar, cual postre, el ictus.
Sólo en ese momento pude asimilar como las presiones abismales pueden ser deglutidas con buen apetito, cuando se agrega la poesía en forma de salsa a cada bocado.
Desde aquel momento suelo buscar, de vez en vez, un poco de conversación que rompa con el tedio de la fidelidad.
Guardaré siempre mi afecto y respeto para aquel poeta, que con su prosa, puso a leer a toda una clase política. A aquel indiferente que se sabe vencedor de una clase periodística entera, que con faltas de ortografía y nulas estructuras gramaticales, han buscado el amasiato con el poder.
A aquel hombre, cuya única diferencia con el resto, fue el amor al lenguaje.
A la palabra que crea, a la palabra que destruye.
La palabra que alimenta, la palabra que refugia.
Feliz cumpleaños querido Mario Alberto; lamento la felicitación tardía y te abrazo con la fuerza de las trece mil almas que habitan la Azumiatla entera.