Mucho se ha discutido sobre la importancia y pertinencia de los talleres literarios. Hay quien jura sobre el más reciente libro de Yuri Herrera que nadie te enseña a escribir. Que eso se aprende en la soledad de tu cuarto o tu rincón favorito de la sala, con muchas lecturas, mucho diálogo interno con esos libros y esos autores. Algunos —cada vez menos— todavía recomiendan empezar por los clásicos. Otros dicen que no, que los clásicos vacunan a los jóvenes contra la lectura. Pero ni unos ni otros hablan de cuáles obras o autores son los que harán la magia: contribuir a la obtención de una buena comprensión lectora. Resultado: muchos profesores bienintencionados, mediadores de lectura, padres comprometidos insisten en que sus chicos lean “literatura juvenil”. Olvídense de Salgari o de Julio Verne, esos tipos ya están muy añejos. La literatura juvenil actual, sin embargo, ofrece una visión fresca y cercana del mundo adolescente. Y ni así leen. Muchos de esos chicos escriben. Poesía, casi siempre. También hay quien se mete en los retos del wat pad. Se vuelven ambiciosos. Quieren publicar en Amazon. Desgraciadamente, nadie puede escribir de manera eficiente si no lee. Tampoco puede convertirse en tallerista: sueño guajiro de muchos; vergonzosa realidad de otros que se lanzan al ruedo sólo porque tomaron un taller con tal o cual, pero nunca tuvieron cercanía real con la lectura.
Desde mi perspectiva, la lectura es la base de la escritura creativa. No puede existir un escritor que no lea (aunque haya por ahí perdidos que afirman querer escribir, pero “no me pongas a leer, por favor”). Un tallerista sin lecturas equivale a dejarse operar por un médico que está por ingresar a la carrera. Esa persona nos descuartizará sin miramientos y sin sentido de hacia dónde o por qué mueve su bisturí. Un tallerista novato y sin lecturas hará lo mismo con nuestros textos y nuestras esperanzas. ¿Con qué criterio los evalúan? ¿Con el del editor que lee una obra ya escrita y corregida? ¿Con la del profesor que evalúa un reporte de lectura o una composición sobre algún tema cuyo objetivo principal sea evaluar la ortografía? No existe tallerista capaz de apoyar el crecimiento de un alumno que no sea un gran lector. La rabiosa explosión de las publicaciones de autor está logrando crear un fenómeno de mercadotecnia que favorece la aparición de fantoches que ofrecen el equivalente de los productos milagro, pero en la escritura: hacer una novela en dos semanas, integrar un libro de cuentos en un mes, autopublicarse y autopromoverse en tres meses y ganar al instante toneladas de dinero. Algunos llegan incluso a afirmar que cualquiera puede convertirse en un bestseller luego de asistir a su taller.
Nada más alejado de la realidad. Cada persona tiene sus tiempos. Hay quien sí podría con un reto de ese tamaño, pero es casi seguro que sería alguien con un oficio ya desarrollado. Un principiante puede quedar vacunado contra la experiencia editorial si su libro cae en el vacío de las librerías y nadie más que su madre se atreve a leer su obra maestra.
En cuanto al segundo aspecto, la venta de libros escritos por espontáneos, quizá si tuviéramos un mercado como el sajón podríamos creer que nuestro libro va a caer un día de éstos en las manos de un editor en busca de talentos y acabaremos siendo, dentro de muchos y muy productivos años, en candidatos al Nobel de Literatura. Pero estamos en un país donde el promedio de lectura es de 3.4 libros en un año, con tan sólo 27 por ciento del total de lectores capaces de comprender lo que lee. Es increíble que estemos en el penúltimo lugar en el índice de lectura de la UNESCO: el lugar 107 de 108 países en total. La cruda realidad es que nuestros lectores no querrán leernos, por más promoción que se haga de nuestras obras.
Otra de las cuestiones importantes de los talleres literarios es que han salido del ámbito del “nicho de mercado” al de la emprendeduría. No se invierte mucho, si se tiene un lugar adecuado, instrumentos de aula, quizá una lap top con un proyector para que los integrantes lean sus trabajos en una pared o pantalla y ya no tengan que sacar copias fotostáticas para todos. Igualmente, la modalidad on line saltó al escenario de los talleres durante y después de la pandemia. Muchos nuevos talleristas se integraron a esa modalidad, animados por estar en el lado seguro de la exposición frente a un grupo. Sin embargo, los resultados no son los mejores, de acuerdo con los testimonios de muchos participantes o exparticipantes de ese tipo de taller. Conviene señalar, por otro lado, que son una modalidad excelente para integrar grupos de alumnos de regiones geográficas de todas partes del mundo de habla hispana. O de otras regiones del país, del estado, de otras lenguas. En poco tiempo los talleres on line se han convertido en un servicio muy buscado por los aspirantes a escritor de todas las edades.
Como cualquier trabajo autónomo, el taller literario requiere de un “perfil” profesional. Quizá resulta muy deseable que se haya estudiado una carrera base en áreas de humanidades, pero no es requisito indispensable. Insisto: un buen lector siempre será el mejor guía para quienes empiezan a analizar sus textos y los ajenos. También hay rasgos de personalidad muy recomendables: paciencia, gran poder de concentración, interesarse en cada alumno a nivel personal. Saber escuchar. Elaborar ideas fundamentadas en lecturas previas, en algo de teoría literaria, conocimiento del mercado. Sobre todo, ser sensible y saber distinguir lo que cada alumno puede desarrollar desde su propia formación individual. Como ya dije anteriormente, cada proceso es distinto. Hay quienes son grandes observadores y por lo mismo desde el principio elaboran historias con sentido y temas definidos. También hay quienes poseen un sentido muy agudo del drama humano. Entienden intuitivamente cómo funcionan los mecanismos narrativos básicos y son capaces de crear escenarios y personajes con gran acierto. En esos casos, el tallerista debe ser capaz de impulsar todo aquello que juega a favor de cada uno de sus alumnos. Imponer un método de escritura como si no hubiera otros es un error que llega a convertirse en un gran obstáculo en la formación de futuros escritores.
Un aspecto fundamental es el gusto, la pasión por el lenguaje. Contribuir a la creación de entusiastas de la palabra escrita, con sus posibilidades para tender puentes entre generaciones, para producir emociones, para convertirse en un fuego que incendia las almas, más allá de si una obra vende o gana premios, es la misión a la que se debe aspirar cuando el tallerista se compromete a desarrollar un trabajo que combina aprendizaje y regocijo. Entregar las almas de quienes desean escribir la obra de su vida al demiurgo platónico de la palabra es la labor secreta de cada tallerista. Su nombre quizá sea borrado de los CVs y las semblanzas de mediocres e impostores, o de alumnas envidiosas e insatisfechas. Por supuesto que podrían convertirse en punching bags en las pláticas con el psicólogo, o ser con el tiempo figuras temidas y hasta reverenciadas. Ese nunca será el problema del tallerista. De entre todos sus alumnos, tal vez algunos pocos reconozcan el extraordinario regalo que un día, sentados alrededor de una mesa mal pintada y aguantando sillas incómodas, aquel gran lector, con los ojos brillantes y el corazón acelerado, les entregó para convertirlos en dioses capaces de crear sus propios mundos: la pasión por la escritura.