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sábado, noviembre 23, 2024

La Fifí-FIL

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Lo prometido es deuda, aquí la parte dos de mis días en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara.  

Salí del Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles, he de confesar que cuando compré los boletos de avión a buen precio, pensé toparme con una pista clandestina entre magueyes, puestos de pulque y garnachas, ¿acaso no es lo que se rumora en redes sociales? 

La sorpresa que me llevé al ver el porcelanato gris brillante, los botes de basura cada 50 metros y los baños ¡los baños!, me sentí en algún aeropuerto europeo, impecable y silencioso hasta que un local de Pasteko me aterrizó a México cual águila devorando la serpiente.  

Hablando de devorar, mi estómago chillaba de hambre, así que pedí un paste de tinga y otro de frijoles con chorizo. En la mesa de al lado, una familia cubana bien ataviada —los seis— con tenis Adidas, blanquísimos, nuevos podría yo asegurar. Tenis blancos y mochilas que se deshacían de viejas, amo esos contrastes. Yo, por ejemplo, haciendo un viaje con más pérdidas que ganancias (económicas) y en la barra una famosa con gorra, bolsa y zapatos Gucci, comiéndose un paste de mole rojo y agua natural. 

El vuelo, lleno.  

La salida, puntual.  

El aeropuerto de Guadalajara, una romería.  

Mi Airbnb con sus miles de códigos de seguridad. Una fuga en el WC y una regadera que, en lugar de chorro de agua, disparaba balas de H2O. 

La FIL desbordada y la media docena de influencers 

Aquí es donde me voy a detener… 

El boom de creadores de contenido (porque no les gusta que los ninguneen) ya sea porque escriben “algo” o porque fueron invitados. Personajes jóvenes hablándole a sus seguidores a través del celular. Haciendo historia para IG o TikTok, mientras esperan su horario para firmar cientos de libros o para hablar frente a un público ansioso de ¿leer? la ópera prima del influencer en la portada. 

El año pasado quise ir a la FIL con un grupo de mujeres donde me aseguraban la entrada a ciertas charlas y la convivencia con algunas escritoras de moda. Quise ir porque mi bolsillo no lo podía pagar. Viendo después las fotos en las redes, una amiga me dijo lo mismo que yo había pensado en secreto. “Ojalá fuera de esas señoras ricas y mayores que no tienen que trabajar para poderse ir cuatro días a la FIL sin preocupación alguna más que gastar en libros”  

Llámenme envidiosa y lo harán bien.  

Una que es del popolo —como diría señora Sylvia Pasquel en su virtuosa interpretación de una rica descendiente de italianos, venida a menos— vi al popolo haciendo horas de fila, echar volados a ver quién compra y quien hace la cola o resignarse a no entrar al ver los tumultos de gente esperando. Dichosas las que, por pago adelantado con Mastercard o American Express, se ahorraron esos menesteres.  

Juro que ellas no se enteraron de los chismes mundanos de los pasillos, como que al dueño de cierta librería de enorme trayectoria que empieza con P, le cayeron varias editoriales pequeñas a cobrarle los miles de pesos que no les ha podido pagar en meses.  

¡Ay dios! Si ese señor y sus hermanos son deudores de libros, ya me siento mejor de deberle al banco tan solo 10.  

Una tanda, señor P, las tandas siempre nos salvan.  

Otro dato para que ustedes Hipócritas Lectores me llamen envidiosa: las cenas de la FIL donde la torta ahogada imagino que se come con cubiertos y la tortilla azul hecha a mano, reposa en vajillas con bordes dorados. ¿Qué tanto se dirá en esas mesas? ¿Circulará el mezcal con rodajas de naranjas traídas de California? 

Yo, repito, como soy del popolo y mi acompañante estaba enfermo, encontré una cenaduría a 10 minutos a pie. La espera fue de 25 minutos, sólo comensales locales y, mientras revisaba el menú enmicado, disfruté una cerveza bien fría que compré en la tiendita de al lado.  

Elegí el Plato Jaliscience: un sope, dos flautas, una quesadilla de elote con rajas y una enchilada.  

La muerte y la resurrección.  

Otra chelita.  

La Gloria.  

Ya de camino al departamento, una última cerveza, la tres del estrés dirían las tías.  

A dormir.  

De regreso, mientras caminábamos largos pasillos en el AIFA, escuché a una chica tapatía decirle a su mamá, “me siento en París” y sentí alivio de no ser la única en darle el visto bueno al Felipe Ángeles.  

Mi anfitrión de la plataforma de hospedajes me dio la máxima calificación: “superó al huésped” porque me tomé la molestia de tirar toda mi basura en el bote. Estrellita dorada en la frente para mí, aunque ¿dónde más se tira la basura? 

Ya en el coche, camino a Zacatlán, mi compañero de viaje y yo coincidimos en que la cantidad de jóvenes lectores es proporcional a la cantidad de tik-tokeros, perdón, de creadores de contenido, que existen.  

Sea como sea, leen y el fin justifica los medios.  

El fifí-fin, también.  

Y ya entrada en esas, me encuentran como @tanarmonica en IG y TikTok.

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