Hace un par de días iba caminando y me encontré a la doctora Pérez. La doctora que me atendió cuando traía un dolor en el pulmón derecho y me mandó a hacer una placa con el radiólogo Hernández. El radiólogo Hernández me hizo la placa y resultó que no tenía nada. Lo que tienes, dijo, es mental, así que ve con el doctor Gutiérrez, ¡gran psicólogo! Me fui al psicólogo como me lo recomendó el radiólogo. A la fecha sigo yendo a terapias, pero al mismo tiempo continúan apareciéndome achaques.
Hoy contesté el teléfono y me preguntaron por el licenciado Robles. Una persona que no conozco: número equivocado, pero supuse que el que buscaba al licenciado era otro licenciado cuyo nombre tampoco recuerdo, porque no me lo dijo. Mencionó su apellido y lo olvidé en el acto.
A mi padre le encanta que le digan ingeniero, aunque no sea ingeniero porque no terminó la carrera. Hace las cosas tan bien, sus clientes quedan tan impresionados, que le dicen ingeniero. Mi padre, el ingeniero, tampoco los hace partícipes del error. Hace poco se mandó a hacer unas tarjetas de presentación que lo anuncian como ingeniero.
Hay mujeres y hombres que se lo pasan estudiando y estudiando, y saben mucho de lo que les enseñan en las aulas, pero en la vida real demuestran que sus conocimientos son más palabrería que otra cosa. Son maestros o doctores y se paran el culo gritándolo a los cuatro vientos y presumiendo sus aburridas tesis que nadie lee, pero a la hora de la hora parasitan. Se enrolan en un sindicato o viven del gobierno o de sus maridos o qué se yo. Eso sí: sienten una superioridad moral pestilente por tener sus diplomitas en los que salen más feos y más viscos que de costumbre.
Son maestros y/o doctores, pero no ganan como los maestros o los doctores deberían ganar, es decir, las horas nalga que le invirtieron al estudio valen gorro. O valen sólo para no morir de depresión.
Soy de esas convencidas de que la escuela no sirve de mucho. También creo que la gente que ve la así llamada “vida universitaria” como lo máximo, son personas que a la postre tendrán mucha bibliografía, pero poca biografía.
Las mentes más brillantes que conozco no tienen títulos universitarios. El conocimiento les ha llegado por otro lado, que no en los pupitres.
Lamentablemente, desde ya hace unos años convivimos con puros títulos y diplomas parlantes. La gente le da más valor al título y a los diplomas que al nombre.
¿Cuántas veces no me he topado con personas que omiten su nombre y se presentan como el doctor Romo, la maestra Rosales, el licenciado Focaco?
¿Y quiénes o qué son esos personajes sin sus títulos?
Cada vez que alguien se presenta con su grado por delante pienso en ese personaje de South Park llamado Toallín, que es, como su nombre lo dicta, una toalla azul con patas y ojos. Unos ojos pachecos llenos de venas reventadas.
Así pues, cuando llega alguien y me dice: “Doctor Ponce, a sus órdenes”, no veo otra cosa que un horroroso título universitario firmado por un rector y un gobernador. Su rostro se transfigura en un papel amarillento con una foto ovalada que lo representa tal cual es.
Acá en Puebla, el exgobernador Melquiades Morales es uno de los hombres que posee una gran memoria.
Siempre que se encuentra con alguien lo saluda por su nombre, pero en el caso insólito que se le vaya el nombre, te saluda como “licenciado” o “licenciada”. El día que me lo presentaron, inmediatamente (y con una gran sonrisa) me extendió la mano y dijo: “mucho gusto, licenciada”.
No quise sacarlo del error porque es de mal gusto corregir a alguien en público.
Fue la única ocasión en que dejé de sentirme una mujer agraciada para darle paso a esa extraña sensación de convertirme en un papel oficial, rancio y enmohecido.