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lunes, noviembre 25, 2024

Los Malogrados

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Ser hijos de nuestros padres siempre es un peso enorme. Tener que cargar con la información genética de dos personas que ni familiares son, es complicado.  

Pero un día nacemos, y ya está, un pequeño monstruo se ceba entre las mieles y las hieles de ese par de desconocidos íntimos.  

Tener padre y madre es, lo que se dice, una bendición, pues habrá a quién achacarle la culpa si algo, lo que sea, sale mal. Y si sale bien, generalmente es por mérito propio. El hijo que rebasa al padre es porque lo mató (freudianamente hablando). 

Ser hijo es cómodo los primeros años, mientras eres un inútil al que te tienen que ayudar a cambiarse y a decidir. Luego comienzan los problemas: en la adolescencia, que es cuando te das cuenta que el padre es tu enemigo natural, el rival a vencer.  

Por otro lado, ser padre también es una constante lucha contra el ego. Uno debe abdicar de su propia vida, o al menos es lo que dicta la tradición y las buenas formas judeocristianas.  

Pero hay padres que por más que lo intentan, no se deshacen por completo de su superyó, y crían a los hijos al margen del proyecto, sobre todo profesional. 

Hay hijos que nacen de padres limitados y por lo mismo llegan a superarlos fácilmente. La vida de esos padres y esos hijos entonces es afable: es el designio natural para que la especie mejore. Una familia así es lo que se conoce como una buena familia. Si se tiene carro completo, el padre morirá antes que el hijo, y el orden natural de la vida se habrá cumplido sin sobresaltos. Sin embargo, hay hijos que por más que se esfuercen jamás podrán superar al padre o la madre. El problema de esos hijos es que estarán a perpetuidad bajo el escrutinio social; serán marcados y señalados después de no cumplir con las expectativas que esas leyes de la naturaleza (si existen) dictan: que el hijo superará al padre como parte de la evolución.  

Ser hijo de un genio ha de ser algo parecido a vivir en el limbo. Puede que seas inteligente, bello, agraciado, hábil, pero difícilmente se obrará el milagro de que haya dos generaciones seguidas de genios. Eso no hace idiota al hijo, sólo lo pone en una desventaja, que no es cosa fácil de asimilar.  

Los hijos de padres geniales (de artistas, de escritores, de dioses del deporte, de rockstars, de científicos) sufren toda su vida al ser eclipsados por esa figura solar.  

Releí un artículo de Guillermo Sheridan en donde publica varias cartas que Octavio Paz le escribe a su hija Helena Paz Garro. Las cartas son de una ternura insólita para lo que estamos acostumbrados a ver: al Paz soberbio, ególatra, dueño de cada palabra… Helena Paz Garro tuvo un problema doble en su vida: tener a Octavio como padre y a Elena Garro como madre. Al mejor poeta y ensayista de México y a la mejor novelista de México, y otra agravante: que ambos: poeta y novelista, acabaron detestándose. 

Llama la atención en las cartas cuando Paz le dice a su hija que le sorprende el poema que le ha enviado en la epístola anterior. Paz se dobla, Paz se traga la mala leche que lo acompañaba siempre a la hora de descalificar a los malos poetas. Helena era una mala poeta. Muy malita. Pero era su hija, y la amaba. No podía partirle el corazón, no podía castrarla más de lo que ya estaba (nació amputada) con una crítica sincera, por lo tanto, lapidaria, de sus letras.  

Ser la hija de dos monstruos de esa envergadura debió ser más que un limbo: fue un verdadero infierno dantesco… 

Los padres genios tienen de dos sopas: mentirle a los hijos o decirles la verdad. Y ambas acciones confluyen en un mismo punto: la frustración.  

Ejemplos como este abundan. Son el pan diario en el catálogo de familias disfuncionales.  

Lo malo es que dentro de la condición humana existe un apartado especial dedicado la admiración paterna (o materna), o en su defecto el celo contra el padre (o la mamá) y en ambos escenarios la elección del oficio del hijo resulta condicionada por ambas pulsiones: una frecuencia baja y una alta. Y el equilibrio nunca llega. 

Uno a veces escoge ser abogado si el padre es abogado para demostrarle que puede ir más allá, pero si el padre es una celebridad, difícilmente el hijo conseguirá rebasarlo, ya no tanto por falta de capacidad, sino por exceso de fama del primero. 

O sucede lo contrario (más común): que la vocación del hijo sea auténtica (sin ganas de competir, y sí de agradar), pero que la falta de dones lo hagan quedarse en la perpetua medianía.  

Una desgracia para el hijo, sí, pero no menos duro para el padre que, aunque egoísta, acaba sufriendo el sufrimiento de aquel al que su propia sangre malogró. 

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