Un muchacho desaliñado me recibe en un restaurante del viejo Quebec, frente al río San Lorenzo.
Yo vengo molida pues se me ocurrió caminar un largo trecho en aras de explorar la ciudad.
Mis días de viajera jipi pasaron hace mucho.
Los tenis son necesarios sólo cuando saco al perro, ahora ando siempre en botas o tacones. No es vanidad. Es simplemente un estado de ánimo.
Mi francés a la Salma Hayek hace que los canadienses sean benevolentes.
Por lo menos me entienden a la hora de pedirles un cuerno y un café.
Uno puede vivir en Quebec tomando café y pidiendo cuernos sin parar…
Escojo una mesa en el salón. En el comedor central, que es precioso. Voy a gastarme una lana. Lo sé y no me importa. Para eso vine. Me limitaría si viviera acá en uno de esos apartamentos donde el baño está pegado a la cocina. Pero no vivo aquí y jamás lo haría. Me gusta la buena vida, y los mexicanos en el extranjero la padecen. ¿Y todo para qué? Para decir que ya dejaron el peligro o que estudian acá o que trabajan acá. ¿A qué precio? Es demasiado alto. Yo no lo pagaría. Me quedo en México, pese a todo.
Canadá es para los canadienses.
Veo a los africanos ir y venir medio desorientados. Su piel no está hecha para este frío. Su ropa no va acorde. Han tenido que inventar nuevas fórmulas con la lana para no perder el estilo.
Acá lo negros son pálidos.
¿Han visto un negro pálido? Yo sí. Acá abundan.
Paso al comedor.
Me dan una bella mesa con cristalería que combina con la tapicería del lugar.
No ordeno vino, pero tampoco veo los precios de la carta porque en México no suelo hacerlo.
Sé que me va a salir en un ojo de la cara porque traigo afilado el diente y es mi penúltimo día y quiero disfrutar una opípara comida. No importa. Para eso trabajo. Para eso le chingo en México (aunque algunos crean que vivo de la beneficencia de mi novio).
Que la gente crea lo que crea; si al final yo estoy acá, y los que me critican… ¿en dónde?
Pero eso es lo de menos. Cualquier mexicano puede venir a Canadá si ahorra un poco. En mis años de jipi, todos los compas de la banda de tambores dieron el salto con muy poco dinero en la bolsa, y llegando acá se rifaron boteando en la calle. Algunos se quedaron a trabajar en la pizca de fresa y Mora azul.
Sin embargo, yo no vine con la banda. Vine sola para visitar a mi hija y a fotografiar las hojas naranjas de los maples en otoño. Y a comer tártaras de res y poutines, pero sobre todo vine a confirmar que viajar sola no es tan jodido como se piensa. El tiempo es tuyo. El sueño es tuyo, y el hambre también.
Ya sentada q la mesa pido sopa de cebolla, tártara y un entrecot.
El mesero desaliñado viene a platicar conmigo de vez en cuando. Hace las preguntas típicas que se le hacen a los turistas.
De dónde vienes, a qué vienes, te gusta Canadá…
Y va de nuevo la misma historia. Digo que vengo de México y el rostro se les ilumina. Piensan en las playas, obvio. En los desmadres en Cancún
y en pirámides y en tequila y en sol. Sobre todo en sol.
Pero el garçon, que es un quebeco poco refinado, me toma por sorpresa al decirme: Mexique…. ouuuuu. Mmmmm. Mucho “Desperadou”.
Pensé que hablaba de la película de Robert Rodríguez en donde sale Antonio Banderas con Salma, y él es un pseudo mariachi o trae sus armas dentro del estuche de la guitarra.
¿Desperado?, le pregunto.
Oh, oui… Desperadou, mucha arma, violencia, bandido, droga, el Chapo.
Apuro mi vaso de agua con sed histórica.
Estamos jodidos por donde se vea.
Nos reconocen por el sol y la playa, sí, pero lo que les provoca mayor inquietud es la violencia que aún se vive.
México es un breviario de fiesta, sí, pero también de podredumbre.