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viernes, noviembre 22, 2024

El dilema de despertar

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Cuando no existen motivos, igual amanece. 

El sol aparecerá pronto, insolente, sobre tu cara y no desaparecerá sino hasta que haya cumplido su tránsito natural. 

Pero si existe un motivo, qué milagro es despertar, aunque el sol aún duerma tras los cerros. 

Lo más terrible para Raskolnikov (en Crimen y Castigo) era regresar de sus delirios nocturnos para enterarse que sí: que nada había sido un sueño y que su vida (y su tranquilidad) habían quedado pulverizadas al mismo tiempo que mataba a hachazos a la vieja usurera. 

A partir de ese día los despertares de Raskolnikov se volvieron el pináculo de su angustia; a pesar de estar convencido de que la muerte de la usurera era en realidad una buena acción de su parte. Un hecho atroz que, en lugar de afectar su entorno, beneficiaría a todos, pues se librarían (él y los demás afectados) de las arbitrariedades de esa mujer que los martirizaba con el cobro de favores, que más que favores, resultaban ser operaciones ventajosas en las que el favorecido acababa por aniquilar su espíritu a la hora de pagar injustos réditos. 

El último despertar placentero que tuvo Raskolnikov fue, paradójicamente, el de la mañana previa al crimen; cuando se preparó, excitado, para acudir puntual a la ceremonia que lo liberaría (y no sólo a él sino a muchos) de un cáncer que poco a poco les iba resecando el ánimo. 

Lo que no previó nuestro antihéroe fue que, al matar a la usurera, no sólo erradicaría un mal colectivo, sino que con ese mal se iría también buena parte de la cordura de la mano justiciera, y con ello sus despertares se convertirían en una especie de tribunal interior en el que él mismo sería el juez más incorruptible e implacable. 

Raskolnikov vivió entonces sumergido en una dicotomía: ser su propio verdugo y al mismo tiempo el encargado de regresarse la cabeza a su lugar… sin mucho éxito. 

Cuando no existen motivos, igual amanece. 

Por cierto, ¿qué tal dormiría anoche Emilio Lozoya? Ya es viernes, ¡ámonos a bailar! 

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