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jueves, noviembre 21, 2024

2021, segundo año de pandemia. El caos y sus metáforas

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En 1977, la brillante escritora norteamericana Susan Sontag escribió: “La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos. Y aunque preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar”.

Para ese momento, Sontag no sabía que unos cuantos años más tarde tendría que echar mano del segundo pasaporte durante un viaje dantesco: la odisea del cáncer, y al mismo tiempo lidiar con el peso brutal de ver morir a varios compañeros por un nuevo mal que aquejó al mundo y que golpeó, y maltrató, sobre todo al principio, a la comunidad gay a la que pertenecía: el SIDA.

La cita tomada al principio de este texto es extraída de su libro Las enfermedades y sus metáforas, publicado en 1978, un extenso y erudito ensayo sobre la tuberculosis y el cáncer, sin embargo, ese ensayo fue retomado por la autora diez años más tarde tras la irrupción del VIH y se completó adoptando como título: Las enfermedades y sus metáforas, el Sida y sus metáforas.

¿Qué podemos concluir de este texto? Que el ser humano, en su incesante búsqueda de respuestas, ha inventado nuevas formas estéticas para justificar lo incomprensible, lo doloroso y lo monstruoso mediante la romantización de algo desconocido.

Así, desde que el hombre es hombre, y desde que el cerebro humano estuvo maduro para mistificar y levantar fantasías, ha conseguido hacer eufemismos de lo inconcebible para hacerlo menos escabroso.

A casi dos años de vivir en medio de una pandemia nos dimos cuenta que el Covid no era un mito genial extraído de la imaginería de aquellos que se sientan a tomar el té en alguna avenida glamorosa de Londres o a beber expresos en un cómodo piso de Park Avenue, y la confirmación de su existencia y letalidad ha sido expuesta, sobre todo durante el primer año, en cada hospital abarrotado de cápsulas acrílicas y respiradores artificiales; en cada grupo de enfermeros y médicos que cambiaron sus batas blancas por extraños y futuristas trajes de astronautas; en el cambio de dinámicas laborales; en la estrepitosa caída de los mercados y el inesperado auge de las ventas online (Jeff Bezoz, dueño de Amazon, puede dar fe de ello),  en cada morgue, en cada casa de la que, de pronto, emerge un olor ajeno al del hogar: la peste de la muerte.

La muerte, última estación del tranvía llamado vida, que a partir de diciembre del 2019, nos ha venido asaltando como un espectro bergmaniano de capa negra en la más desconcertante y fría de las soledades.

En un planeta híper conectado, el Coronavirus hizo una entrada aparatosa, protagónica y triunfal; vino a remover las capas más profundas de nuestras estructuras con una sutileza casi perversa. Es un enemigo que no se ve, que no huele, que no suena, que no sabe, que no se puede tocar.

No es un temblor, pero parece. No es trueno, pero parte. No es siquiera el vehículo punitivo de una larga agonía de guerra en la que los familiares del infectado poseen tiempo para asimilarlo; el Coronavirus es para el hombre del siglo XXI la guadaña más precisa y veloz y afilada que ha portado Tánatos para extirparnos de la tierra. Tan infalible como nuestras plataformas digitales, el internet y la cibernética, únicas herramientas que por momentos han desafiado a lo inconjugable: el tiempo.

Esta enfermedad no sólo llegó para manifestarse físicamente usando nuestros propios cuerpos como los receptores que le dan vida y la fortalecen. La ironía del virus es que vive gracias a nosotros. Sin nuestro hospedaje, perecería. Fuera del cuerpo humano, de esa máquina perfecta que ha sido capaz de soportar la radiación de Chernóbil con más eficacia que un carrito lunar ruso hecho de titano, los coronavirus pierden la batalla con elementos tan vulgares y comunes y baratos como el jabón y el cloro. ¿Macabro? Sí, parece un drama ruso: el coronavirus sigue matando porque se oxigena de nuestras células, ellas le ayudan a reproducirse. Somos los inocentes huéspedes de un asesino silencioso y discreto.

Este año que se va, 2021, fue el año de las vacunas, sin embargo, las variantes del virus no paran de asaltarnos con sus mutaciones y distintos síntomas.

Aún es muy prematuro hablar de las metáforas que se desplegarán alrededor de Covid-19 para el beneplácito de los románticos y los apocalípticos.

Las etapas de esta terrible enfermedad han sido vertiginosas, cambiantes, desconcertantes.  Nuestro mundo colapsó en un aleteo de murciélago. El tiempo apremia: la gente se va, se desintegra en cuestión de días o queda con secuelas que no se sabe si serán permanentes.

La tierra tuvo un descanso en el 2020, pero volvio a girar sin que hubiera demsaidos cambios en la conciencia colectiva; las ciudades se convirtieron en territorios fantasma en donde de repente se escuchaban los rumores de un músico tocando a Morricone o el aleteo pertinaz de un ala de mosca.

Los mares se limpiaron cuando el hombre se guareció.  Pero ya para el 2021, la fiesta siguió, como si no pasara nada.

Algunos echaron mano de la creatividad para no morir de tedio y ansiedad. Y el amor sufrió una metamorfosis e inventó nuevas formas para manifestarse a la distancia.

Nadie vio desembarcar a ese espectro invisible que ha puso en jaque unánime al mundo.

Susan Sontag descansa desde hace muchos años en Montparnasse y las crisis no se pueden interpretar con claridad en medio del desastre.

Pero hay luces que se encienden por todos lados.

Que el 2022, y ómicron nos agarre a todos vacunados.

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