Siempre que me preguntan cómo o en qué ambiente escribo pienso en la música de Bach, un compositor lleno de hijos, deudas, sueños y costumbres que se podían seguir con reloj en mano. Su siglo, inserto en el Barroco, trajo a los oídos de todos los tiempos un reducto, una especie de paraíso donde refugiarse de las hostilidades de la música de moda. En este siglo XXI, cada temporada, sobre todo en verano, los productores de música bombardean el imaginario con piezas para asaltar un Oxxo o un camión de transporte público. Viviendo en un municipio en el cual los pobladores organizan las fiestas patronales en torno de bailes con música de “sonideros”, estoy condenada a escuchar los ritmos y las letras de esas deleznables melodías. Esto no quiere decir que abomine de toda la música popular actual. Crecí con el rock que mis hermanos mayores ponían a todo volumen en su estéreo, y los boleros a los que era afecta mi madre, de quien quizá entendí lo difícil de abandonar las zonas de confort musicales asociadas con nuestra historia. Quizá por eso aprecio ritmos, cantantes, piezas específicas. Pero las notas de mis días, mis preferidas, son las que Bach escribió hace ya casi 300 años.
Me explico: Bach y yo tenemos un pacto de colaboración permanente. Su música acompasa y le da ritmo a las palabras que escribo y yo pretendo ayudarlo a encontrar a sus fantasmas perdidos. El gran compositor alemán me ofreció ese intercambio una noche aciaga, la primera que escuché la sentencia oculta detrás de un diagnóstico de esclerosis múltiple. Mi hermana, una médica en su primer año de internado, había sido trasladada de emergencia al Hospital Inglés. En esos momentos se hallaba en coma, el cerebro inflamado y las esperanzas de vida puestas en esos aparatos que registran los signos vitales y no ofrecen aliento alguno a quien se pasa días y noches en vela mirando los números de una pantalla. Sola, en una casa enorme y vacía, subí al tercer piso y me topé con Bach que andaba remoloneando en el estudio. Miraba atento los ejemplares del enorme librero. ¿Y eso para qué es? Me preguntó, curioso ante el aparato de sonido. Sin lograr articular palabra del susto y la impresión, puse su Tocata y Fuga en re menor, la Dórica. Complacido, Bach se puso a seguirla con movimientos de cabeza y el ceño fruncido, concentrado en los caireles del órgano. El timbre del teléfono lo sacó de su ensimismamiento. Mi madre me pedía ir en ese momento al hospital. Mi hermana quizá no amanecería. Bach me dijo, “te acompaño”. Por complacerlo, puse en el coche las variaciones Goldberg, esa “aria” que me fue incomodando a lo largo del trayecto por su adhesión a la felicidad secreta, a la vida de las sombras, al movimiento del aire entre las hojas del verano. El periférico, desolado, se hizo pista de carreras para mi vocho amarillo en el que Bach viajaba sin atender a mi desolación.
Ya en el hospital, el músico se perdió entre los pasillos por un buen par de horas. Cuando me dejaron pasar a ver a mi hermana, el amanecer lanzaba una luz mortecina en la cortina del cuarto. Ahí estaba Bach, silbando su famosísimo “Aire” . Mi hermana había abierto los ojos, sorprendida del fantasma y de la música que la trajo de vuelta a la conciencia y quizá a la vida. Ella nunca más volvió a reconocer a nadie, sus ojos sólo brillaban un poco al escuchar la música de ese fantasma generoso. Ahora, a 18 años de su muerte, escucho la música de Bach y mis palabras fluyen en el teclado mientras veo al compositor y a mi hermana sentados en el sillón de la salita de mi estudio, siguiendo entre risas los movimientos del violín, del órgano y el clavecín, encantados.