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domingo, noviembre 24, 2024

Amis, Bolaño y Woolf (tres historias con dientes)

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Roberto Bolaño tuvo una dentadura desastrosa en los últimos años de vida; su enfermedad hepática tenía mucho que ver, así como su consumo voraz de cigarros e infusiones. 

En algún momento, los amantes del amarillismo y las fake news le atribuyeron una supuesta adicción la metadona, que se sabe, acaba por tumbarte los dientes. 

El tema era un poco traumático. Finalmente, esos huesitos expuestos son parte esencial de la seguridad de un ser humano. Por sus dientes, quizás, perdió muchas oportunidades de besar y hasta de publicar, a lo que el chileno una vez dijo: “como si los dientes tuvieran que ver con el amor”. 

Y sí, desgraciadamente tienen que ver. En el amor en todas sus expresiones. Nadie que tenga pico ha podido confirmar lo contrario. 

Martin Amis, el maravilloso escritor inglés que murió hace apenas un mes, dueño de una de las voces más ilustradas y al mismo tiempo refrescantes de su generación, padeció desde muy joven con los dientes. 

Fumador empedernido desde niño (a los ocho años ya aparecía con un cigarro en una foto entrañable), se sometía a intensas rutinas de aseo bucal hasta llegar a grados obsesivos. Pero hay personas a las que la dentadura les viene ya como un defecto de fábrica, y por más que se procuren con colutorios, pastas, hilos y demás, simplemente las piezas van perdiendo fuerza y color. 

Amis le dedica un capítulo completo a su dentista en el extraordinario libro Experiencia; una biografía precoz que escribió cuando iba apenas en los cuarenta años. Menciona que tras la espeluznante cita en la que le quitaron todos los dientes, pensó: “no soy cantante de ópera, ni actor ni toco el trombón. Mi escritura no necesita para nada a mi boca, y esa faceta (la de escritor) que es lo mejor de mí, no va a cambiar, Cambiará el modo de comer, de sonreír. De besar… pero no de escribir. Y añadía: al verme al espejo sin dientes, ya tuve un adelanto de cómo me voy a ver el día que esté muerto”. 

Sin embargo, Amis y cualquier persona que se ha sometido a una intervención sanguinaria en la boca, sabe que hay un antes y un después, que en algún aspecto puede ser mejor, aunque en otro, es traumático; un simple cambio, el movimiento de un miembro, te hace ser OTRA persona. Por eso yo no entiendo cómo las damas que se ponen nalgas y busto y carillas y se quitan cachete, pueden salir a la calle tan campantes. He pensado en la vida y el talante de esas mujeres: ¿a quién ven cuando se ven al espejo? 

No es crítica, es la verdad. Cambiar el punto sobre el plano genera otra perspectiva. 

La vejez misma es una transformación dolorosa. Aunque vayas con todas tus piezas en su lugar. 

 

 A Virginia Woolf, un médico carnicero le diagnosticó lo siguiente: que esos cambios de ánimo tan abruptos y las jaquecas brutales que la encerraban en su habitación, eran motivados por los gérmenes que albergaba en la boca, y así, sin más, le extrajo todos lo dientes. 

Tenía mi edad, 40 años, y a partir de ese momento, sus manía y depresiones se volvieron más y más frecuentes hasta que… se llenó de piedras el abrigo y se metió al río, no sin antes dejar a su esposo, la carta suicida más terrible y hermosa que se haya escrito jamás. 

Mañana tengo una nueva cita con el dentista. Aunque el injerto de hueso en mi maxilar superior fue una empresa exitosa (ahora ya no entra un palillo en la encía), el abismo que quedó entre los dos incisivos cambió por completo mi vida, y no es exageración; simplemente ese movimiento milimétrico desbalanceó y organizo dentro de mi boca una revuelta entre la lengua y la piel nueva del paladar provocándome lo que se conoce en el mundo pachequil como una “seca” permanente. 

De febrero a la fecha, sí, ya no corro el riesgo de que se me caigan los dientes como a Bolaño, pero no renuncié al tabaco como Amis… Esa minúscula grieta me ha robado la paz y la seguridad al besar y al hablar. Ahora seseó y hago ruiditos de anciano (que noto en los silencios del radio o en los videos que grabo comentando cosas). 

Virginia Woolf era bipolar. Si en los años veinte la psiquiatría hubiera estado un poco más avanzada, el litio y otros fármacos quizas hubieran evitado que oyera a los pájaros hablando en griego y que se llenara el abrigo de piedras. Pero no; le quitaron los dientes de golpe y el proceso degenerativo se aceleró. 

Lo entiendo perfectamente. 

Ahora estoy segura de que los dientes son las verdaderas piedras de la locura. 

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