El día de que mataron a Paco Stanley yo estaba tumbada en cama después de ser intervenida en una operación para extirparme el apéndice y unos quistes de ovario.
Tenía 17 años, iba en la preparatoria (cuando no me evadía de las clases) y andaba con el muchacho más codiciado del pueblo.
Aún no votaba ni tenía credencial de elector, pero buscaba la manera de entrar a antros y beber como adulto. Manejaba un vocho gris recortado a dos plazas sin cinturones de seguridad. Escuchaba Molotov y Guns’ n Roses. Vestía pantalones a la cadera y ombligueras brillantes.
Hace 23 años no me gustaba ver la tele ni películas, aunque tenía un televisor con videocasetera en mi cuarto. La tele todavía no era de pantalla plana y el formato de casetes era VHS.
Dejé de usar los casetes un día en el que tomé un video porno de la colección de mi hermano y se quedó atrapado en el dispositivo. La casetera se tragó la cinta y fue inevitable que mis papás y mi carnal me cacharan. Hubo drama familiar. Me castigaron un mes sin salir.
El internet era arcaico y no lo podíamos usar hasta en la noche para evitar que la línea telefónica se atascara.
Fui de las primeras niñas de mi generación en ser operada de los ovarios, lo que para mí era un triunfo sobre las demás.
Recuerdo que, al recuperarme de la anestesia, el dolor se presentaba tan insoportable, y me quejé tanto, que me aplicaron un Valium, así que también eso me ponía en ventaja.
Estaba pues, en cama, viendo la televisión, cuando suspendieron la transmisión para dar la noticia de que, fuera de El Charco de las Ranas, a sólo unos cuantos minutos de haber terminado su patético programa, habían molido a balazos al chilango más mamón de la televisión mexicana.
La gente lloraba en los noticieros como si el difunto fuera de su familia y es que Paco Stanley era adorado por un sector de personas que encontraban en la humillación ajena la savia vital para sacudirse un poco su descontento.
Era otro país, otro mundo.
Uno en el que era perfectamente normal (y divertido) ver cómo un gordo nefasto de ojo azul acosaba a sus invitadas, embarrándoseles y haciendo comentarios fuera de lugar en horario estelar.
Un México en el que se aplaudía la jerarquía de un individuo sobre otro que era apaleado moralmente y ridiculizado en su honor, y eso se traducía en puntos de raiting.
Un país que consumía solamente lo que la máxima casa televisora les vendía.
El país que veía natural y romántico que Luis de Llano anduviera con Sasha desde que ella tenía 13 años.
El México que se moría de diversión viendo cómo Stanley le echaba el perro a la mujer de su compadre poniendo en tela de juicio su paternidad, mientras él, Mayito el bonachón, aguantaba vara mientras el señor no le dejara de dar perico y fama.
El México en donde un líder del narco se hacía saludar en vivo por su compa, el famoso, mientras el público aplaudía y era también ninguneado por el anfitrión. El país que bailaba el gallinazo.
Hoy es impensable que una figura como la de Paco Stanley tenga el éxito que presumía entonces.
Vivimos una época que ha llevado al extremo la mojigatería y la corrección política.
Hoy nuestros cómicos se anexan transmitiendo en vivo desde TikTok sus crisis nerviosas y los demás, intervienen desde sus teléfonos deseándole pronta recuperación.
Stanley era el gran buleador de finales de siglo XX. El típico que replicó el patrón de padre artístico y lo perfeccionó con crueldad, pues recordemos que a él le tocó ser el monito cilindrero de otro comediante, lo que representaba una afrenta doble: que el güerito de la Roma fuera vapuleado por el indio Madaleno.
Stanley buscó quien se la pagara, y no fue sólo Mayito ni Benito Castro. Paco Pacorro se vengaba con todo su auditorio, ¿cómo? Siendo él mismo: un saquito de resentimientos que se empoderó y se creyó rey. El que hacía sonar los timbales del cura de Villalpando.
El documental de Diego Enrique Osorno titulado El Show es una radiografía de esos años extraños. Consta de cinco capítulos en los que aparecen dando testimonio personajes políticos como Cuauhtémoc Cárdenas hasta personajes patéticos como Alfredo Adame, que es otro claro ejemplo de esa televisión del pasado, un galán chabacano que acabó siendo el loquito de la feria que aparece en todos los memes, no por su talento sino por su habilidad para hacer el ridículo. El Show tiene varios aciertos, pero también infinidad de fallas, entre ellas la horrible curaduría musical. No hablo de la música que viene nativa en los videos que lo ilustran, sino en ese ruido de fondo que te hace sentir precisamente que estás en esos años brumosos.
Y ni hablar de la intervención de Ricardo Salinas Pliego, quien acabó convertido en una triste caricatura de sí mismo, desde que se convirtió en el tuitero más barbaján de México.
Salinas Pliego acaba ninguneando también a Stanley después de aparecer, hace 23 años, con más pelo y menos kilos de ego, en un video en el que hacía patente su indignación y ponía a su televisora como una fuerza opositora al gobierno de Cárdenas encabezada, por qué no, por una Lily Tellez inocentona y sin bulimia. Aunque pensándolo bien, Salinas Pliego viene siendo hoy por hoy una especie de Paco Stanley reloaded, sólo que multimillonario y sin un ápice de gracia (la gracia que los fans encontraban en Paco).
En tiempos de Stanley, el horror del bullyng se manifestaba bailando el Gallinazo. Hoy se desata cada vez que el dueño de Elektra lanza un tuit.
Pensándolo bien, sí es el mismo país.