Los ataques de ansiedad, cuando ya se saben controlar, nos dejan atentos y algo nerviosos, con una especie de resaca contra la que vas luchando minuto a minuto para evitar que esa horrible sensación no te vuelva a succionar en la marea de pensamientos catastróficos.
Esta mañana, a dos días de haber superado el episodio con éxito, me puse a arreglar todos mis cajones.
Es increíble la cantidad de basura que genera un ser humano, pienso mientras veo pasar cientos de tickets que yo no sé por qué guardo en vez de botarlos inmediatamente.
La limpieza me llevó casi media mañana. Cajas vacías cigarros, cartas compromiso, recibos de luz, gas, internet… algunas galletas rancias, y muchas, pero muchas medicinas caducas.
Entonces recordé que el pasado 5 de mayo la OMS dio por finalizada la Pandemia, o la emergencia sanitaria mundial en la que vivimos por tres años, y salieron ahí, de cada uno de los lugares por donde el trapo arrasaba con restos de polvo y pasado, mis placas de pulmón y más de 25 pruebas COVID de las cuales cuatro eran positivas.
Me dio escalofrío reparar que todo aquel miedo que sentí en el 2020, cuando me contagié sin estar vacunada, había desaparecido dando paso a nuevos y absurdos temores más enfocados en frivolidades que en una situación de peligro real.
Hoy tiré los últimos tres cubrebocas nuevos que tenía en el cajón que está junto a la puerta… y la imagen de los primeros días de este evento apocalíptico está más que desdibujada.
Sólo los recuerdos random que te avienta el Facebook a manera de golpe dramático para evitar que abandones la red, me regresan a esos instantes lúdicos en los que, a puertas cerradas, escuchaba música, tomaba fotos e intenté convertirme en cocinera.
En ese tiempo la idea de que la sacudida global nos haría un poco menos imbéciles e ingratos se presentaba con emoción en tanto buscada las frecuencias sonoras que le dieran ambiente a esas calles desiertas y a la marcha demencial de los hombres y mujeres sin rostro.
Todos nos camuflábamos detrás del barbijo, y nos tuvimos que adaptar a una vida encorsetada por horarios que acotaran el flujo de individuos.
La locura…
Cómo se olvida tan fácilmente ese estado de vulnerabilidad y ansias por abrazar, conversar de cerca y besar a los demás. Las redes nos hicieron gran compañía, pero la pandemia fue también la compuerta que se abrió para entronizar la mediocridad y la flagrante falta de sesos que ostentan nuestros nuevos ídolos.
Dar por concluida esta fase terrible me deja una sensación dulce amarga. Empezando por las víctimas que acarreó el virus y por los inminentes daños colaterales, sobre todo, en la salud física y mental de la gente.
Vivir tres años con cubrebocas nos blindó de muchas otras infecciones a las que ya nuestro cuerpo estaba acostumbrado; ahora la realidad es que somos más blandos, poros abiertos sin defensas para los trastornos y alergias más simples. Tiré a la basura el cubrebocas y a mi mente vino la triste imagen de mí misma mirando desde una venta hacia el hospital donde amigos perdieron la batalla. Limpiando como obsesa las hojas de cada planta que compré en la pandemia, sonó en mi bocina una canción de Bowie titulada ¿Where are we now?
La sincronía de mis pensamientos pesimistas con la canción que acomoda a la perfección con el evento es una de esas cosas que me ponen en estados de gracia. Y sonrío, al mismo tiempo que, trapo en mano, viendo las formas del agua sobre el verde del helecho, me pregunto lo mismo que Bowie en esa rola que habla sobre la caída del muro de Berlín…
¿En dónde estamos ahora?
Ahora que tiramos el último cubrebocas.
Ahora que, más que nunca, somos esclavos de la cibernética.
Ahora que se siguen coronando a reyes en el viejo mundo.
Ahora que volvimos a ser cromañones en espera a que la Inteligencia artificial nos devuelva la confianza en nosotros mismos.
Ahora que la vieja normalidad vuelve a ser nueva.