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viernes, noviembre 22, 2024

El trabajo animado

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Hacer lo que te gusta jamás será trabajo. Es algo que se agradece en estos tiempos en los que dos extremos se tocan: el primero, que tu valor se mida por un papel firmado en una universidad (que puede haber sido obra de un plagio, ojo) o el segundo: que la estupidez circundante —y un golpe de suerte— te entronicen como a los influencers, que no sirven para nada más que para ser anuncios ambulantes vía redes sociales. 

Ellos, los blogueros, dirán que hacen lo que les gusta: viajar, comer gratis, vestirse cool, sin embargo, la cosa cambia rápido y quién sabe si el oficio de ser un gorrón profesional dure más allá que la próxima salida del nuevo dispositivo o sistema operativo que los reemplace por avatares, y si eso pasara, ¿de dónde van a sacar neuronas para sobrevivir? Elon Musk aun no las vende, sorry. 

Ahora bien, cuando uno vive o más bien se sostiene mediante una pasión verdadera, esa pasión, al ser una fuente inagotable de placer, desgasta más que cumplir horas y horas de trabajo forzoso. En este aspecto, el oficinista o el godinaje lleva mano, pues al cumplir un horario de horas nalga, bajan la cortinilla, apagan la computadora y se olvidan del tema el resto del tiempo. 

Esta semana confirmé que el trabajo que te apasiona es una máquina de destrucción. Acaba con tu energía porque esta es la materia prima. 

Tomé miles de fotografías durante ocho días, y en cada sesión descubrí una parte ignota del retratado. 

Los métodos arcaicos en los que baso la experiencia requieren de una condición física que no parece ser necesaria en caso de echar mano de la forma automática y práctica de las herramientas. 

Lo interesante es que cada jornada se convierte en una revelación. 

Las mujeres que vinieron al estudio llegaron dispuestas a ser invadidas por mí lente. Casi siempre llegan nerviosas por el hecho de intimidarse frente al objetivo. Es normal, sobre todo en esta época en donde la imagen pasada por la cosmética artificial y mágica de los filtros, esconden lo que la mayoría de nosotras quisiera desaparecer: las marcas del tiempo. 

Es todo un misterio penetrar en la verdadera esencia de una persona, sobre todo porque la cámara es un arma con un disparador que, literalmente, vulnera y hiere a quien se pone del otro lado. 

Por eso, la selfie se ha convertido en la mejor forma de llevar una bitácora personal: porque es un acto intimista no invasivo y ciertamente muy engañoso. 

El proyecto de fotografiar a 15 mujeres durante este mes me ha dejado muchas más preguntas que respuestas, no sólo en torno a mi compleja relación fallida con las de mi mismo sexo, sino con la confrontación de todo aquello de lo que reniego reflejado en un par de espejos dentro de un artefacto negro y contundente. 

Las mujeres que he invitado, no a posar, sino a confesarse, son completamente opuestas entre sí, lo que ha surtido un efecto curioso en mí, ya que a la hora de descargar esas imágenes y ver la progresión de muecas durante cada sesión, hay un común denominador que las uniforma: el miedo a no ser auténticas. 

Lo maravilloso de este ejercicio es descubrir, no sólo sus sombras y sus mejores ángulos, sino eso que las anima, que las hace estar vivas. 

En dos milenios que llevamos registrados, ningún forense ha podido encontrar un alma a la hora de abrir el cuerpo. 

Porque el alma (ánima) es precisamente lo que nos da vida, pero curiosamente escapa a la hora que se dispara el flash. Es en el proceso, en este caso en la sesión fotográfica (y en las pequeñas acciones que ejecutamos en cualquier día ordinario) donde se le puede encontrar. En la conversación, en la confianza… Ya después es demasiado tarde. 

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