La muerte es, siempre, imprudente. Caprichosa. Una dama fría y voluble.
Se puede conversar con ella, saber que está ahí; sentenciándonos desde que salimos del vientre.
Podemos tratar de hacer pactos con ella; negociando con la idea de una vida ordena, de un camino recto, ofreciéndole nuestra palabra de honor, sin embargo, cuando decide bajar el telón no hay virtud ni compromiso ni vitamina ni lágrimas ni la opción de una prórroga conveniente que la detenga. Con la muerte es imposible pactar o litigar.
Morir sin enterarse es la mejor forma de hacerlo. Algo rápido, un asunto de horas, sin sufrimiento excesivo… simplemente el latigazo helado que te desprende de la materia, ¡Y ya está!, el objetivo se cumple; ya lo dijo Michel de Montaigne: el que ha vivido cien años no se diferencia del que ha vivido unas cuantas horas, pues habrá visto todo lo que le tocaba ver en esta vida.
Luis Miguel Barbosa murió hoy a los 63 años después de haber transitado por el camino que le tocaba, y con una ventaja que a lo mejor el dolor que embarga a sus deudos no les es imposible de asimilar: se fue cumpliendo el sueño de todo hombre destinado al servicio público, llegar al poder y ser cabeza de su propio Estado.
Viernes 13.
Es la segunda ocasión en menos de cuatro años que los habitantes de Puebla vivimos un despertar telúrico de esta magnitud. Hayamos compartido su proyecto o no. Lo hayamos conocido en persona o no. Siendo amigos o detractores, un hecho es innegable: esta ausencia nos golpea como sociedad.
La muerte saca lo mejor y lo peor en la gente que se queda parada observando el evento.
Todo el potencial destructivo y miserable del que es capaz el ser humano sale a flote, da vueltas y hiede tomando la forma de un monstruo sin rostro definido.
Las redes sociales son perfectas como herramienta de traducción simultanea del nivel de podredumbre. Hay quienes inmediatamente sobrevuelan veloces en busca de rapiña, hay quienes reptan con sigilo tirando dosis de veneno.
Condición humana.
Por eso, estoy segura, no merecemos como especie el premio de la certeza suprema: saber a dónde vamos cuando ya no somos más.
Quien festeja la muerte del adversario tiene un nombre: malasangre.
Pero la naturaleza es sabia y la familia y los amigos existen para ser un contrapeso; la parte luminosa. Quien recuerda al que parte con cariño y admiración, es el que está destinado a que la ausencia sea temporal.
El gobernador Barbosa será recordado como un hombre de lucha, de carácter y de convicciones inamovibles. ¿No son esas las características que requería su posición?
Uno crea la memoria de otra persona no sólo con base en la propia experiencia.
La maravilla de pasar por este mundo es poder ser todas las versiones que los demás construyen alrededor.
En lo particular, tuve la oportunidad de conocer a tres Miguel Barbosa: al candidato que mi pareja acompañó a la guerra (y que por las diferentes vueltas de tuerca que da la vida sus proyectos mutuos se disolvieron), al gobernador de mano dura que pese a la adversidad de la época no dejó de trabajar un solo día, y al paisano que me tendió la mano sin juzgar en dónde radicaban mis afectos.
Porque si algo valoraba Luis Miguel Barbosa, era la lealtad.
Descanse en paz, gobernador.