Hay a quien sí nos cambió radicalmente la pandemia. No estoy hablando de un cambio transitorio que pasó de estar como leones enjaulados a salir a la calle hambrientos de aventuras y de una supuesta consciencia renovada. No.
Yo sigo pensando que acostumbrarse a vivir solo y lidiar con tus demonios es la mejor manera de ver el mundo. De hecho, para las actividades que me sostienen es necesario cierto grado de confinamiento. Pero hay algo que es inherente a esta acción: escuchar lo que pasa alrededor.
En estos casi tres años de ir y venir con y sin el rostro cubierto por una mascarilla, acabé por rendirme ante los encantos de la conchudez, es decir, después de pasar por todos los picos de emociones que se nos presentaron en un panorama tan inédito, logré, mediante un ejercicio profundo (que nada tiene con meditar ni conectar con mi yo superior porque ese no existe) a decir que no cuando no quiero ir y a disfrutar al máximo o a apechugar estoicamente de mi extraña compañía. Retomé el ritmo de mis lecturas que había perdido por la vorágine del trabajo, y caí en cuenta de que nada pasa si un día (o dos) decides no hacer más que ver la televisión.
Entre las miles de cosas que pensé que son verdaderamente sorprendentes existe una que se pasa por alto por ser tan mecánica y cotidiana como desayunar fruta o no olvidar cerrar las perillas del gas: esto es que la música es la única de las artes que requiere sólo de un sentido para ser, para existir.
Estaba pensando en eso justo al recordar que en mi primer contagio de COVID una tarde casi se me incendia la casa porque no podía oler y había dejado el té de jengibre al fuego hasta que la olla se quemó. Me di cuenta de esto, claro, al levantarme y ver la humareda en la cocina. La vista me salvó de morir chamuscada.
Dejar de oler para siempre debe ser tan horrible como dejar de ver o tan espantoso como el hecho de que un día no podamos sentir nada con las manos o que el placer del sabor se esfume, sin embargo, perder el oído debe ser lo más triste de este mundo (contradiciendo a Manzanero que dice que ser ciego es lo peor) sobre todo para los que, como yo, no podemos concebir y soportar la idea de un mundo en silencio.
Hace un par de noches, en medio de un delirio de fiebre por Influenza, soñé que de pronto dejaba de escuchar. La escena fue como pasar mi vida en una película violenta de terror psicológico. Veía a los demás, movían sus labios; en la calle pasaban los carros y el caos era un horror silencioso francamente insoportable.
Al despertar, lo primero que hice, como acto reflejo, fue hablarle a mi perra, y la holgazana no respondió, así que tomé el teléfono y puse play a la canción que seguía en mi pausada lista de espera. Sonó una canción de los Ink Spots. Make it Bealive… El alma me regresó a cuerpo.
Siempre he pensado que es una fortuna nacer con los cinco sentidos activados, y admiro el tesón de la gente al que le falta uno de nacimiento o lo pierde en el camino. Creo que, más que padecer un trastorno repentino generado por las condiciones del mundo actual, por tentar al diablo con los vicios o por el simple azar, lo más terrible que me pudiera pasar sería dejar de oír.
Porque he aprendido a estar sola y ser feliz en el desierto gracias a que la música me arrebata a otros lados (imaginarios o mnemónicos).
Y porque el ruido (cualquiera que sea) es necesario para no caer en el vacío.