Hace dos días inicié un nuevo ciclo vital, cumplí años. Dijo Borges: “Por la mañana, que nos depara la ilusión de un principio”. Lo mismo podemos decir de nuestros cumpleaños y, en la cultura occidental, del primero de enero. Tenemos la ilusión de comenzar. Tiempo de sopesar y evaluar lo vivido.
Veo hacia atrás y me doy cuenta de que, casi en partes iguales, mis miedos y mis deseos condujeron mi vida. Miedo a crecer, miedo a lo desconocido, miedo a ser la mejor versión de mí mismo. Deseo de ser escritor, de ser un iatromantis (sanador/profeta, término acuñado en la antigua Grecia), de escribir discursos políticos.
Dice Lawrence Durrell, en El Cuarteto de Alejandría: “En el fondo lo que todos buscamos es el secreto del crecimiento”. Consciente o inconscientemente, así es. Somos asertivos y hacemos lo que queremos, o nos dejamos conducir, o nos resistimos y entonces la ola cae sobre nosotros y nos lleva de todos modos a donde no queríamos llegar.
Hoy por hoy, creo o quiero creer que ya no tengo miedos. “Me aviento” o no lo hago, pero ya no soy presa de la paralizante inseguridad adolescente.
Puedo afirmar razonablemente que me conozco. Muchos años de instrospección -la lectura literararia construye túneles hacia dentro de uno mismo-, años de psicoanálisis, el privilegio de la soledad, permiten que me vea en el espejo y me reconozca. No soy Narciso; tampoco Quasimodo. Me veo, lo que no es poca cosa.
Dicen que antes de morir hay que plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro. Roberto Genis me regaló un laurel de la India que plantaré en fecha próxima; tengo un hijo, Diego- que piensa, siente y vive en Australia -estoy orgulloso de él-. He publicado y escrito más de 15 libros, entre ensayo literario, novelas, astrología, discurso político, grafología, flores de bach y relatos eróticos. Espero que sean muchos más.
Mi vida no sería la misma sin tres autores: Marguerite Yourcenar y toda su obra, especialmente Opus Nigrum; Lawrence Durrell y El cuarteto de Alejandría; Mijaíl Bulgakov y El Maestro y Margarita. En segunda fila, pondría a Isak Dinesen, a Sándor Márai, a Álvaro Mutis, a Vladimir Nabokov, a Juan García Ponce.
He estado en Monte Albán y Teotihuacán, he gozado la cantera rosa de Zacatecas, el mercado de Oaxaca, la FIL de Guadalajara, el mar en Veracruz, Acapulco y Baja California. He estado en el café Martinho de Arcada, en Lisboa, donde iba Pessoa; comido mejillones en la rue Mouffetard en el Marais, en París; bebido vino griego en Mikonos, comido noodles en Beijing, salchichas en Berlín, comida thai en Nueva York y un largo etcétera. He estado en El Louvre, en el MOMA, en el Museo Nacional de Antropología, en las galerías Uffizi y en otros muchos museos. He visto atardeceres en San Diego y Lima, Sao Paulo y Buenos Aires, Praga y Barcelona, Shangai y Varadero.
Mis padres, Martha y Raúl, ya murieron. Viven en mí. Tengo hermanos, hijos de mi padre. Una hermana -Isabel-, quien tampoco está ya. Mi familia son mis amigas y amigos: Andrés y Andrew, Sergio, Hugo, Mauricio, Laura Emilia, Olivia, Yolanda, Libier, Yvonne, Sofie y un larguísimo etcétera. Me siento querido y cobijado por tantos cariños cómplices. He amado, he sido amado (pero es el territorio de la discreción). He tenido grandes maestros: Juan García Ponce, Luis Lesur, Alejandro Rossi, Hernán Lara Zavala, Martín Hernández Ponzanelli.
He hablado de miedos y anhelos. Tengo también esperanza en el futuro. Elegí un oficio de larga maduración: escribir. Mientras más tiempo pase, el vino de mi pluma se añejará mejor. Los mejores libros están por venir. Que así sea.
CODA
En cualquier vida de repente nos extraviamos y se nos olvida quiénes somos. Si tenemos suerte, por conciencia o por azar, nos reencontramos con la mejor versión de nosotros mismos. Este reencuentro fue descrito de manera magistral por el Premio Nobel Derek Walcott en su poema: El amor después del amor:
Llegará el tiempo
en que, con alegría,
te saludarás a ti mismo al llegar
a tu propia puerta, y en tu propio espejo
cada cual sonreirá ante la bienvenida del otro,
y dirá, siéntate aquí. Come.
Amarás otra vez al extraño que fuiste.
Dale vino. Dale pan. Devuelve tu corazón
a ti mismo, al extraño que te amó
durante toda tu vida, a quién ignoraste
por otro, a quien te conoce de corazón.
Quita las cartas de amor de los estantes,
las fotos, las notas desesperadas,
Arranca tu propia imagen del espejo.
Siéntate. Celebra tu vida.
Celebro mi vida, mi retorno solar, el sentirme pleno con “mí mismo”. Que sea un gran año personal. Que me sea concedido lo que pido y aquello que no pido también me sea concedido. Amén.
(Y gracias a Mario Alberto Mejía y a los lectores de estas líneas en Hipócrita lector).