No sé quién haya acuñado la frase; esa que advierte que es mejor no conocer en persona a alguien que tenemos por héroe.
Sucede a menudo, y yo diría que no sólo con personajes a los que los simples mortales no tenemos acceso, sino también, por ejemplo, con alguien a quien admiramos o amamos y que de pronto, con el roce cotidiano y el desdoblamiento de su verdadero yo nos decepciona.
Casarse es la mejor ruta para desencantarse de alguien. Y quien lo niegue, es porque prefiere el optimismo al realismo. En fin.
Lo que me llevó a sentarme hoy a escribir estas líneas es un capítulo de la temporada 3 de The Crown, el capítulo 6, que nos retrata la llegada del hombre a la luna y cómo todo el mundo vivió este evento extraordinario (a veces hasta cuestionado) con un fervor increíble, pero, ante todo, con esa ilusión que tiene el ser humano de salir de sus límites y convertirse en colonizador de mundos.
El capítulo muestra en especial cómo pudieron haber vivido dentro del palacio de Buckingham ese acontecimiento.
Sale la familia real reunida ante la televisión, excitada, animosa, asombrada… los niños fantaseando con pisar ese suelo hecho de polvo estéril, la reina frotándose los antebrazos como solía hacerlo: muestra discreta de su nerviosismo o de su sosegada alegría, sin embrago, la trama de esta entrega se concentra en el duque de Edimburgo, quien pasa por una de sus quinientas crisis existenciales.
Felipe se encuentra en una edad complicada, en el cincuentón, demasiado joven para retirarse a sus habitaciones reales para siempre, pero demasiado viejo para intentar aplicar una quinta columna al régimen en donde entró voluntariamente y en el que se vio eclipsado y situado siempre en el segundo lugar. Todo el tiempo detrás de su mujer, todo el tiempo buscando cómo brillar sin que se le permitiera, todo el tiempo soñando, como el cochinito mayor, que era rey en lugar de ayudar a su pobre mamá (que por cierto acabó deschavetándose gracias a los experimentos de Sigmund Freud).
En la escena tras el alunizaje, Felipe se queda en una especie de limbo: entre la euforia global y la frustración personal. Nada nuevo para su estatus de compañero de “doña señora”, su alteza real.
La reina entonces invita a los astronautas a visitar el palacio. Felipe, exultante, se mete en sus pensamientos más trascendentales durante días mientras una serie de sacerdotes anglicanos toman un edificio alterno a Palacio para hablar de filosofía, fe y cuestiones derivadas de la condición humana.
Felipe se burla de esos pobres sacerdotes andropáusicos. Les dice que su pusilanimidad y su autocompasión apestan. Bueno, no literalmente, pero algo así…
Él espera tener de frente a los astronautas creyéndose parte de su linaje, ya que el señor se emperró en ser piloto y tomó clases privadas con el novio malogrado de su cuñada Margarita mientras su esposa aprendía de Churchill y lidiaba con los problemas de la mancomunidad.
Felipe escribió y reescribió un guion. Preguntas para Armstrong, Collins y Aldrin, sus héroes del momento. Los tipos que habían logrado lo que él jamás podría ni de cerca.
Se sentía nervioso. Creía que los hombres que vieron por primera vez la Tierra desde fuera serían personajes absolutamente fascinantes, imponentes.
Creía lo que muchos creyeron al verlos ahí, flotando en el espacio siendo los hombres más solos del mundo durante unas horas, creía que, durante esos minutos de caminata, por lo menos Armstrong se había cuestionado cosas sublimes y trascendentales, superiores, dramáticas. Que estar ahí lo convertiría en un sabio, en un anacoreta, en un pensador que al volver haría las veces de mistagogo para hablarle a la humanidad de “EL” secreto ulterior.
¿Qué pasó en cambio?
Oh, la cruel realidad.
Sabemos que los guionistas de la serie recurren a golpes dramáticos y aderezan de morbo la historia. Recordemos que lo vemos ahí es ficción, basada en la realidad, pero embellecida o recrudecida.
Pero supongamos que no, que los guionistas no inventaron tanto, pues si hay algo cierto eso es que, en una maniobra de esa magnitud, lo que buscan los expertos ejecutantes es precisión y pulso, y no cuestionamientos filosóficos ni clavazones místicas.
Total, Felipe sufre una nueva y gran desilusión cuando los astronautas se lo pasan babeando frente a la opulencia del Palacio y son incapaces de expresar algo valioso, desvelar un misterio o siquiera cuestionarse la nimiedad del ser frente a lo vivido en el Apollo 11.
Tres hombres comunes rayanos en lo anodinos (especialistas en los suyo y nada más), estornudando por el frío Londinense, queriendo hacerse la foto (no había selfies) con la familia real en la escalinata. Preguntándole al anodino mayor, al duque, que qué se sentía estar en sus zapatos…
Todo esto nos confirma lo que ya sabemos: si quieres seguir admirando a un héroe o a alguien que has trepado a un altar, no lo conozcas jamás en persona.