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jueves, noviembre 21, 2024

Mi abuela en bicicleta

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Fue en una Benotto roja; de esas con el manubrio alto que se usaron en los años ochenta.

No era mía, sino de mi hermano, así que era bastante alta para una niña de cinco años.

Mi madre no me tenía mucha paciencia, o sí, pero no para enseñarme el equilibrio sobre dos ruedas (una metáfora que siguió rondándome durante toda la vida, pues mi mamá me alcahuetea absolutamente todo). Entonces la encargada de hacerme andar en bicicleta fue mi abuela.

A mi abuela, debo decir, siempre la vi como una viejita, aunque para ese tiempo estaba saliendo de la cincuentena, lo que hoy se considera la mejor de las juventudes para las mujeres: cuando más sexys se ponen, cuando están en su madurez física y sexual; sin embargo, mi abuela siempre fue una abuelita como la del chocolate. Rechoncha y con lentes, ataviada con vestidos holgados y zapato bajo o máximo de medio tacón. Y aún así, ella les enseñó la bicicleta a casi todos sus nietos pese a sus incipientes dolencias de ciática que terminarían con una operación de cadera.

Fue en la calle Gardenia, fuera de mi casa y enfrente de la residencia de los señores Fernández: una casa de toda la cuadra enmarcada con abundantes flores colgantes y jacarandas. En esa calle, la abuela se las ingenió para que yo pudiera alcanzar los pedales de la Benotto de mi carnalito, poniéndole un cojín amarillo en el travesaño que cruzaba del asiento al tallo del manubrio. Era doloroso sentarse en ese cojín, pero valía la pena. Fue ahí que entendí que si no duele no vale… Y me acostumbré a pedalear parada.

Fueron como diez sesiones de llanto, desesperación, gritos de mi mamá y pellizcos de mi abuela, hasta que de repente, dejé de serpentear, tomé vuelo y sin darme cuenta, ya iba sola en la bici sin la mano de mi abuela sosteniendo el asiento.

Fui feliz.

Hace poco alguien me retó a enumerar los diez momentos más felices de mi vida, esos en los que nada estorbaba ni nada faltaba, donde el pecho se ha sentido expandido y uno sonríe con la fuerza suficiente para detener el mundo. Me costó trabajo contestar. Parece fácil enlistar esos momentos porque los lugares comunes de la felicidad abundan. Uno se acostumbra a falsear emociones para poder transitar afablemente, así que de rebote solemos contestar y llenar esa lista de la felicidad con lo que se nos ha impuesto como los catalizadores del gozo o en hechos moralmente aceptados.

Como en todo lo que hago, dudé antes de responder. Sólo diez oportunidades para acomodarlas en los diez momentos inolvidables por la alegría sentida, así que me detuve unos minutos en escudriñar el concepto, y concluí que para mí no hay algo que se acerque más a la felicidad que alcanzar la máxima libertad, así que con esa premisa las ocasiones se acotaron.

Todas las madres dicen que el momento más feliz de sus vidas ha sido cuando ven por primera vez a sus bebés. El mío no. Claro que era una alegría inédita, y una emoción casada con el vértigo del dolor, pero tener un hijo es lo contrario a ser plenamente libre, así que no, parir no entraba en mi top 10 de paroxismos, al contrario, recuerdo no poder pegar el ojo en toda la noche porque estaba aterrada. Ser madre era, y lo sabía, abdicar de mi vida y mi libertad durante un buen rato. Así, pues, el recuento de momentos plenamente felices se redujo a seis fotografías mentales:

-Cuando regresó mi hija Elena a vivir conmigo después de no verla dos años. -Cada vez que escucho a Chico Buarque.

-Cuando vi las pinturas negras de Goya en El Prado

-Sentada en el Central Park con Carlos frente al Edificio Dakota.

-Cuando conocí a Don Miguel Sáenz en la FIL de Guadalajara del 2017. -Cuando mi abuela me soltó el asiento y sentí que volaba en una Benotto roja.

Son esos momentos los que, cuando cierro los ojos y pienso, me aceleran el pulso. Me pegan como una droga intravenosa y me dan pa’rriba.

Ya después vienen un sinfín de escenas en las que he estado eufórica, pero la felicidad total, ese pico inconmensurable, sólo está en esos seis.

En eso pienso cada mañana que voy a andar en bici. Una actividad que he retomado a partir de las ausencias, que podrían ser tan profundas como para hundirme en un sillón de mi casa, sin embargo, el paseo al amanecer trepada en la bici me dota de nuevos ánimos. En una bicicleta vemos lo que no podemos mirar subidos en el carro o con la parsimonia de la caminata. Es como un vuelo lento en el que el mundo se reinventa.

Mi adicción al peligro me lleva por rutas nada seguras. No soy ese tipo de ciclista que va con casco y armadura ni toma el camino liso, no, lo que me excita de la bicicleta es ir sorteando carros, siempre en sentido opuesto al tránsito, meterme en los charcos, levantarme del asiento y zigzaguear entre la gente. Bajar la velocidad cuando voy a pasar por un puesto improvisado de frutas. Su olor se magnifica con el aire que provoca el pedaleo… también se magnifican los olores a fritangas y cuando te toca pasar junto del camión de la basura.

Hoy es viernes y la ilusión de salir mañana por la mañana a rodar la bici me aleja del desmadre y las desveladas.

La bicicleta es enemiga de las crudas… eso no lo sabía en tiempos de la Benotto roja.

Mi abuela no me lo dijo cuando soltó su mano del asiento y me vio cruzar la casona de los Fernández; lista para irme a otros lados, de los que nunca he vuelto en realidad.

Nadie sale ileso de la infancia, ni de la adultez, ni de la vida, ni mucho menos de la bicicleta.

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