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sábado, noviembre 23, 2024

Dos textos de Juan José Millás

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  1. Las palabras adquirieron algunas cualidades de los objetos sólidos, de las cosas macizas. Podía tomar una palabra y darle vueltas dentro de la boca, como a un caramelo, antes de tragármela o escupirla. Me hacía preguntas locas sobre el lenguaje. ¿Por qué, por ejemplo, todo el mundo comía lentejas, cuando lo lógico era que los hombres comieran lentejos? Estoy hablando de un mundo en el que la frontera entre lo masculino y lo femenino era brutal (quizá sigue siéndolo). No es que no hubiera educación mixta, es que no había nada mixto. En un mundo así, resultaba contradictorio que ellas comieran garbanzos, en vez de garbanzas; que ellos se sentaran en sillas, en vez de en sillos; que ellas tuvieran cabello, o pelo, en vez de cabella, o pela; que ellos usaran camisas, en vez de camisos… Estaba todo patas arriba y así se lo dije a mi madre, con un hilo de voz, cuando salió a darme una yema de huevo batida con azúcar y vino dulce, que era el reconstituyente de la época. Mi madre me escuchó con perplejidad y me pidió que no le contara a nadie aquella reflexión, que ella se ocuparía de arreglarlo todo. Otra promesa falsa, como la de su inmortalidad. Mi madre no arregló la realidad, lo que tardé mucho tiempo en perdonarle. En cuanto a mí, caí en la obsesión de corregir, para mis adentros, todas las frases mal empleadas por los demás. Si uno de mis hermanos decía, por ejemplo, que se había hecho daño en una pierna, yo susurraba pierno, se ha hecho daño en un pierno. Si era una de mis hermanas, se había hecho daña en una pierna. Arreglar la realidad resultaba agotador, pero alguien se tenía que ocupar de ello.

No todo, en el lenguaje, resultaba así de imperfecto. Me asombraba, por ejemplo, la capacidad de las palabras para encontrarse con los objetos que nombraban. Así, una mesa no podía ser otra cosa que una mesa, la misma palabra lo decía, mesa. O caballo. Decías caballo y estabas viendo las crines del animal, su cola, sus ojos inquietos… ¿Acaso habríamos podido llamar caballo a la mesa y mesa al caballo? Imposible. ¿Cómo habría sido la operación por la que las palabras y las cosas, en un tiempo remoto, se habían encontrado? Había en el mundo tantas palabras, y tantas cosas, que podría haberse producido con facilidad alguna confusión, algún matrimonio equivocado. Pero no hallé ninguno. Cada cosa se llamaba como decía. Me parecía inexplicable en cambio que si al pronunciar la palabra gato aparecía un gato dentro de mi cabeza, al decir «ga» no apareciera medio gato. No le dije nada a mi madre para no preocuparla, pues me pareció que escuchaba mis reflexiones acerca de las palabras con cierta angustia.

 

  1. El taxista me cuenta que un cliente habitual le ha regalado una botella de vino de quinientos euros con la que no sabe qué hacer. Le da miedo bebérsela y que le guste. O que no le guste. Si lo primero, odiará al cliente por tener acceso a esas delicias. Si lo segundo, se odiará a sí mismo por no ser capaz de distinguir un buen caldo del tinto que le sirven en la tasca donde suele comer con los colegas. Tras unos segundos de reflexión, añade que podría venderla también por cuatrocientos euros y de ese modo tendría solucionado el regalo de Reyes de los nietos. El mayor, de ocho años, ha pedido este año una PlayStation que sale por un ojo de la cara.

Estamos atascados porque ha empezado a chispear y ya se sabe lo que ocurre con el tráfico en Madrid en tales circunstancias. A lo mejor, pienso, no es por la lluvia, pero la costumbre general es echarle la culpa. Me pregunto, pues, quién de los dos, si el taxista o yo, caerá antes en la trampa de pronunciar la célebre frase: “Cómo se pone el tráfico cuando caen cuatro gotas”. Por mi parte, me he reprimido para evitar el tópico. Me paso la vida sorteando los lugares comunes, que son al lenguaje lo que el vino de tetrabrik a la gran reserva. ¡Ojalá habláramos todo el rato con la calidad de un tinto de quinientos euros! Un Vega Sicilia, qué sé yo, pero la vida no nos lo pone fácil.

En esto, el taxista me pregunta si me interesaría comprarle la botella. Me la dejaría en cuatrocientos euros, incluso en trescientos, que es lo que por lo visto le cuesta la Play. Le digo que no, claro, y al final la saca del cofre del salpicadero y me la regala porque dice que ese vino le está envenenando la vida. Me bajo con ella del taxi sintiendo que ha comenzado a envenenar la mía.

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