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jueves, noviembre 21, 2024

El crimen santificado

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Hace algunos años fui a Culiacán en un viaje de trabajo. Lugar sorprendente por sus muchos matices, su comida y su cultura entreverada ya sin remedio con la violencia del narco, tiene un lugar de culto aún más sorprendente: la ermita del santo local, Malverde. Al entrar en el recinto puede sentirse la enorme fuerza de la devoción al ladrón convertido, por el agradecimiento popular, en figura rectora de las vidas de muchas personas de esa región y de otros lugares. Su historia es muy conocida. Justo por estos días Netflix estrenó una serie telenovelera sobre el personaje que obtuvo su apodo por camuflarse entre hojas de plátanos. Al grito de ¡Ahí viene el mal verde!, el mote se le fue quedando a Jesús Juárez Mazo, nombre que, al parecer, es el verdadero de este bandido del pueblo.  

La tradición oral nos ha legado los escasos detalles de la vida de este personaje mítico. Nadie ha probado si en realidad hizo lo que dicen que hizo, ni si en realidad sus restos estuvieron en el área donde se construyó su ermita en 1970. Sí se sabe, en cambio, que el ejército lo colgó el 3 de mayo de 1909 y dejó su cuerpo sin sepultura. Hay varias versiones sobre el inicio del culto. Algunas historias populares refieren que un ganadero –mientras los militares lo colgaban luego de haberlo torturado– le rogó una señal sobre cómo recuperar un hato de reses perdido. Malverde se hallaba agonizando en la horca. Poco después aparecieron las vacas del ganadero y éste, en agradecimiento, descolgó el cuerpo del bandido y lo enterró. Otra versión, aún más pintoresca, afirma que el ejército ordenó no bajarlo de la horca. Así, expuesto a los cuatro vientos, su cuerpo se fue descomponiendo y sus restos fueron quedando esparcidos por los alrededores. La gente arrojaba piedras para tapar lo que quedaba del asaltante. Muchas veces, con algunas de esas piedras iba una petición. Muy pronto Malverde empezó a hacer milagros. Su martirio, luego de haber sido un ladrón que le quitaba a los ricos para darle a los pobres, fue un salto en automático hacia la redención y el poder de auxiliar más allá de la muerte. 

Las historias de sus hazañas y los favores que brindaba sin distinción de clase ni de asunto lograron atraer a toda clase de peticionarios. Desde niñas que deseaban un vestido nuevo para su primera comunión hasta pescadores que no habían tenido suerte con las redes. También abundaban los agradecimientos de sicarios por haber cumplido un encargo complicado, o los narcos por haber pasado sin contratiempos una carga importante de droga al otro lado. La ermita del santo Malverde contiene la fuerza de lo social, de las carencias, los deseos más íntimos, los miedos de muchos que viven sin así desearlo –o sí– en el filo de la navaja. 

Hace unos años conocí también la historia de Juan Soldado, un cabo que en 1938, en una incipiente Tijuana, violó y asesinó a una niña de 8 años, que por cierto se llamaba Olga. El tipo, por azares del tiempo y de la suerte, se convirtió en el santo patrono de los mojados en su camino al gabacho. 

Dos delincuentes santificados por el pueblo y su desamparo. Pero uno de ellos, Juan, al recibir el castigo por el delito que cometió, fue víctima de una injusticia. No tuvo un juicio claro, nadie corroboró los datos de la confesión que hizo en su momento. Le aplicaron la ley fuga aunque ya entonces (1938), en Tijuana no se estilaba ese tipo de sanción. Sin embargo, todo apuntaba a que él había cometido el brutal homicidio. Incluso su mujer declaró contra él. La marejada de la opinión pública se volcó en contra del soldado. Las autoridades no supieron cómo responder. La familia de la niña asesinada fue otro factor de presión.  

Lo que pasó después se incluye dentro de los hechos surrealistas que definen nuestra realidad mexicana. El sitio donde cayó abatido se fue llenando poco a poco de piedras, aquellas que los arrepentidos ciudadanos que habían contribuido a su casi linchamiento y posterior fusilamiento fueron depositando como una forma de pedir perdón.  

La leyenda urbana cuenta que las piedras se bañaron de sangre, señal divina para muchos. Y cuando los migrantes empezaron a pedir su protección para cruzar hacia el gabacho (y se les cumplía el cruce con éxito), la leyenda se convirtió en devoción. La tumba tenía siempre flores y veladoras encendidas, exvotos y mensajes de agradecimiento. Justo como Malverde, excepto que Juan Soldado nunca quiso hacer el bien ni se tentó el corazón a la hora de violar y matar a una pequeña que solo había ido a la tienda por carne para la cena. A Malverde lo dejaron colgado del huizache en el que lo ahorcaron; a Juan lo enterraron en el recién inaugurado panteón municipal, justo al lado de la niña asesinada. La familia se sintió insultada por esa decisión del gobierno. Y encima, el culto al violador fue creciendo y Olga pasó al olvido.   

Más de 80 años después del caso de Juan Soldado y más de 100 de la muerte de Malverde, la sociedad mexicana sigue entronizando a delincuentes de todo tipo como héroes y justicieros que equilibran o al menos hacen pensar que hay alguien allá afuera que puede hacer algo más que interceder por los necesitados: ayudar –a su manera transgresora–, brincándose las trancas de lo moral y de la ley. Sobre por qué el asesino y violador de una pequeña de 8 años llegó a ser santo habla mucho del poder de la víctima social, atropellada por el sistema, y muy poco o nada sobre la víctima que representa la intimidad patológica de un sujeto, la obsesión que lo hace alimentar a todas horas fantasías de sexo y muerte protagonizadas por niñas menores de 10 años.  

Los últimos acontecimientos en la comunidad de Papatlazolco, en el municipio de Huauchinango –lugar donde una turba enardecida linchó a un joven abogado de 31 años al que se le creyó secuestrador de niños–, demuestran que el impulso social encuentra siempre vertientes para el resentimiento y el miedo. Detrás de muchos actos de barbarie se halla la aprobación tácita, siniestra, de quienes encuentran satisfacción en la vendetta social. Sean amas de casa, obreros, empleados de mostrador o gerentes, en el fondo de su alma aprueban los actos de la turba justiciera, así como el asalto, la mutilación y muerte de inocentes. Quizá el individuo que se sale de la ruta marcada para todos es el que al final representa los anhelos de un pueblo necesitado de poder y de agallas para subvertir el orden que le niega justicia, que prohija delincuentes de cuello blanco, que mata y desaparece a sus hijos e hijas y que no hace nada por mejorar las condiciones de la mayor parte de la población.  

Cada vez que vemos una serie de narcos, de asesinos seriales o de personajes socialmente anómalos refrendamos, en el rincón más escondido y polvoso de nuestra alma, la admiración hacia quienes enfrentan al sistema con sus propias reglas. Y ahí, en ese rincón, les ponemos un altarcito para pedirles el milagro de una vida mejor.  

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